Besos de despedida.

Y ahí estaban ellos, bajo la luna, mirándose como si nunca se hubieran visto. 

Todo empezó un 10 de febrero, cuando se encontraron por primera vez. Habrá quien no crea en el amor a primera vista y, sinceramente, él tampoco creía, pero entonces la vió. Con su sonrisa inquebrantable y su ropa oscura, con su corta melena. Si, no era la chica típica, no era perfecta, pero era ella. Y él lo sabía, como lo supo desde el primer momento que se miraron a los ojos. 

Ella caminaba por la calle, con la música a todo volumen y medio corriendo, porque llegaba tarde a su primer día. Pero al llegar ahí, todo el mundo que antes iba rápido, se había parado, porque lo había visto a él. Un chico como otro cualquiera, si no fuera por la risa tan escandalosamente bonita que ella había escuchado. Y esos ojos, que la enamoraron sin más.

 
También me van a decir que no creen en el destino, pero habrá que empezar a creer en imposibles. Sus mundos se habían unido y por más que quisieran no podían separarse, ya no. 
Lo podría poner todo bonito: se enamoraron, vivieron felices y fueron felices. Pero no, no me van las cosas fáciles. 

Se alejaron, físicamente, porque sabían que en mente no dejaban de quererse a milímetros. 
Pero una noche, 4 meses después, cuando ella ya pensaba que no había nada que hacer, que él solo veía una simple amistad con ella, ocurrió. 

Ocurrió que él no pudo aguantar más, que la necesitaba, tenerla a su lado y no soltarla jamás. Porque es lo que había querido hacer desde el primer día que la vió, y era lo que sabía que ambos necesitaban, pero ahora era el momento. Y valió la pena la espera. 
Estaban volviendo a casa solos, era de tarde, horas donde la ciudad está más despierta que nunca. Luego, la madrugada, donde los gatos aúllan a la luna y ellos, convertidos en dos amantes bajo su luz eterna. 
No fue más, tan solo una noche, un beso, una frase de despedida. Sabían que querían más, que se querían juntos, pero también sabían que no podían. 

Y ese beso no fue más que un beso de despedida.