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Los ojos del perro siberiano


Invitado -Kruusty.

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ANTONIO SANTA ANALOS OJOS DEL PERRO SIBERIANO

Para Sandra, por supuesto.

(DISFRUTEN)

¿NO CREE QUE ES ESO PRECISAMENTE LO QUE LA LITERATURA DEBE HACER, PROVOCAR DESASOSIEGO? ANTONIO TABUCCHI

Es terrible darse cuenta de que uno tiene algo cuando lo está perdiendo.Eso es lo que me pasó a mí con mi hermano.Mi hermano hubiese cumplido ayer 31 años, pero murió hace 5.Se había ido de casa a los 18, yo tenía 5 años. Mi familia nunca le perdonó ninguna delas dos cosas, ni que se haya ido, ni que se haya muerto.Esto, si no fuera terrible, hasta sería gracioso.Pero no lo es, lamentablemente.Perdonen si este párrafo es confuso. Quiero contar toda la historia esta noche.Mañana me voy.Tal vez si logro repasar mi historia en voz alta, aunque sea una vez, me sienta másliviano en el momento de tomar el avión.Pero no sé si podré.

Nosotros vivimos en San Isidro en una de esas grandes casonas de principio de siglo,cerca del río.La casa es enorme, de ambientes amplios y techos altos, de dos plantas. En la plantabaja, un pequeño hall, la sala, el comedor con su chimenea, el estudio de mi padre,donde está la biblioteca, la cocina y las habitaciones de servicio. En la planta altaestán los dormitorios, el de mis padres, el de mi hermano y el mío, un cuarto paraque mi madre haga sus quehaceres (siempre fue denominado así: para losquehaceres de mi madre, he vivido toda mi vida en esta casa y no sé cuáles son losquehaceres que mi madre realiza en ese cuarto) y un par de habitaciones vacías.Obviamente también hay baños, dos por planta.La casa está rodeada por un gran parque, en la parte de adelante hay pinos y unnogal, detrás los rosales de mi madre y sus plantas de hierbas. Mi madre cultiva ycuida sus hierbas con un amor y una dedicación que creo no nos dio a nosotros. Estoyexagerando, pero no mucho. Cultiva orégano, romero, salvia, albahaca, tres tipos deestragón, tomillo, menta, mejorana y debo estar olvidándome de varias.En la primavera y el verano las utiliza frescas, un poco antes del otoño las seca al soly las guarda en frascos en un sitio oscuro y seco.En realidad no sé por qué les cuento esto, no tiene mucho que ver con nada y no esimportante. Pero cada vez que me imagino a mi madre, la veo arrodillada o con unastijeras de podar, sus guantes, un sombrero de paja o un pañuelo, hablándoles a susplantas.Uno de los momentos más felices de mi niñez era cuando me llamaba y me pedía quela acompañara. Me explicaba cuál era cuál, qué tipos de cuidados requerían, cómocurarlas cuando las atacaba el pulgón o alguna otra plaga, o cómo podar el rosal.No es que a mí me interesara la jardinería particularmente, pero el solo hecho de queella quisiera compartir conmigo esa actividad a la que se dedicaba con tanto esmerobastaba para hacerme sentir dichoso.Podía quedarme horas doblado en dos revolviendo la tierra, abonando las plantas sinimportar el clima.Tal vez cuando ustedes evocan su niñez y sus momentos felices, recuerdan algúnpaseo o unas vacaciones. No sé. Yo evoco el olor de la tierra y el de las hierbas. Aúnhoy, tantos años después, basta el olor del romero para hacerme feliz. Para hacermesentir que hubo un momento, aunque haya sido sólo un instante en que mi madre yyo estuvimos comunicados. ***Con mi padre la relación era, o debo decir es, mucho más fácil. Yo me ocupaba de misasuntos y él de los suyos. Me explico mejor: Si yo me ocupaba de sacar buenas notas,hacer deportes (natación y rugby), obedecerlo y respetarlo, no tendría ningúnproblema. El, bueno, él... él se ocupaba de lo suyo, es decir de sus negocios y suscosas, cosas que nunca compartió con nosotros.

Mi padre es, aún hoy con sus sesenta y cinco años, un tipo corpulento. Fue pilar en elSan Isidro Club en su juventud y, cuarenta años después, cuando yo jugaba al rugbyen las divisiones infantiles, había gente que lo recordaba. Tiene una mirada terrible,una de esas miradas que bastan para que uno se sienta en inferioridad decondiciones, una de esas miradas que hacen que su portador vaya por el mundopisando todo lo que le ponen en el camino. Supongo que no hace falta decir el pavorque sentía ante la posibilidad que enfocara en mí sus ojos azules asesinos.Mi hermano había sido su orgullo, el primogénito y el primer nieto de la familia. En lasfotos de cuando Ezequiel era chico y estaba con papá, hay una expresión de felicidad,una gran calma y un indisimulado orgullo en los ojos de mi padre.Ezequiel nació pesando más de cuatro kilos, el pelo negro como el de mi madre y losojos azules como los de él. Era una perfecta síntesis de lo mejor de cada uno de ellos,la cara ovalada, la nariz recta. Un precioso niño.Cuatro años después mi madre quedó otra vez embarazada, pero el bebé, una niña,murió en el parto. En ese momento decidieron no tener más hijos. Después cuandomamá volvió a quedar embarazada no lo podían creer. Ezequiel colmaba todas susexpectativas, era un buen alumno, un hijo ejemplar, era todo lo que habían deseado.Se imaginarán que de ese embarazo nací yo. Ezequiel me confesó muchos añosdespués que me odió por eso. Odió a ese bebe que no era ni grande, ni lindo (yotengo la combinación inversa; el pelo castaño de mi padre y los ojos marrones de mimadre). Me odió por haber llegado a romper esa química, por haberlo desplazado delcentro de atención en el que estaba hacía trece años, hacia la periferia.

Seguro que mi primer recuerdo es ése. El del día que Ezequiel se fue de casa. No esque recuerde exactamente la situación, pero sí que yo estaba en mi cuarto y no podíasalir; y una cierta tensión en el aire.Después no vi más a mi hermano hasta la primera fiesta, creo que era el cumpleañosde mamá.Cuando preguntaba por él me contestaban que estaba estudiando, o con alguna deesas evasivas tan típicas de mi familia.Yo ya sabía que no vivía más con nosotros, está claro que no se le puede ocultar algoasí a un chico, por más que tenga cinco años. Había revisado, a escondidas, suhabitación y sabía que no estaba su ropa, es más, yo me había llevado su Scaletrix,que jamás quiso prestarme, y al no reclamármelo intuía que algo no era normal.Mentiría si dijera que eso me inquietó. Sólo era una situación nueva, distinta de lahabitual. Y me proponía disfrutarla. ***Durante los años que vivimos juntos yo admiraba a Ezequiel, él era mi héroe, eragrande, fuerte, todos le prestaban atención cuando hablaba.Lo trataban como a alguien importante. Como a un adulto.No sabía entonces, y por cierto que no lo sé ahora, cuáles son los mecanismos quemueven la mente de los niños. Pero supongo que sentí que al no estar mi hermano enmi casa automáticamente toda esa atención caería en mí. Eso de algún modo fuecierto, no como yo lo esperaba, pero sucedió.Al no estar Ezequiel en casa, yo gané un gran espacio pero no por presencia propiasino por su ausencia.Mis padres pensaban que ya que se habían equivocado con mi hermano, nocometerían esos mismos errores conmigo. ***Dije antes que mi primer recuerdo es de cuando Ezequiel se fue de casa, y es cierto.Pero tengo lo que yo llamo "recuerdos implantados", esas anécdotas que se comentanen las reuniones, habitualmente en tono jocoso, año tras año. Así pude enterarme deque, estando enfermo, a los tres años no había forma de dormirme, sólo lo hacía siEzequiel me acunaba y me cantaba una canción.Bueno, ese tipo de cosas. Ustedes ya saben, las familias se encargan de que sepamostodo tipo de anécdotas, por tontas que sean, más si nos abochornan (estas últimas nopienso mencionarlas aquí).

Se supone que a los amigos se los elige. A Mariano yo nunca supe si lo elegí o sicuando llegué al mundo simplemente él me estaba esperando.Su padre había sido compañero de estudios del mío, se hicieron amigos, tuvieronalgunos negocios en común y aún hoy se encuentran todos los sábados a la mañanaen el club para jugar al tenis.Con Mariano estuvimos juntos desde el jardín de infantes, durante casi todo el colegioprimario nos sentamos juntos, íbamos al mismo club. Hasta un poco después de mis11 años fuimos inseparables.Una tarde volvía de su casa hacia la mía. Eran cerca de las seis. Caminé las doscuadras que las separaban pateando las hojas caídas de los árboles, por eso recuerdoque era otoño.Habíamos ido juntos al colegio y luego al club, estoy seguro porque entré a mi casapor la puerta de la cocina dejando mis zapatillas embarradas en el lavadero. Entrarpor la puerta principal embarrando el piso era causa suficiente para ser desheredado.Por eso recuerdo tan claramente que entré por la cocina.Por eso no me oyeron entrar.Iba caminando hacia mi cuarto y al pasar frente a la puerta del despacho de mi padreescuché la voz de Ezequiel, abrí la puerta para saludar y vi a mi madre con la caraentre las manos, levantó la vista al oír la puerta y tenía los ojos llenos de lágrimas.Yo no entendía qué era lo que estaba pasando, busqué a mi alrededor alguien que meexplicara algo. Ezequiel bajó la vista y no me devolvió la mirada.El que si me miró, y cómo, fue mi padre. Tenía esa mirada que yo había tratado todala vida de evitar.—Andá a tu cuarto —me dijo. Me quedé inmóvil. No entendía nada.¿Por qué mamá estaba llorando? ¿Por qué Ezequiel no me saludaba?AN- DÁ- A– TU- CUAR- TO- TE- DI- JE- Creo que si una serpiente de cascabel hablarasería más dulce que mi padre. Había tanta ira en cada una de esas sílabas, que noesperé que me las repitiera. Cerré la puerta y subí corriendo. A pesar de los añostranscurridos, recordé el día en que Ezequiel se fue de casa.Las dos veces había estado confinado en mi cuarto, pero esta vez lo que flotaba en elaire no era tensión, era violencia.No sé qué habrían hecho ustedes, pero lo primero que hice fue llamar a Mariano.Atendió la madre:—¿Vos no sos el mismo que hasta hace 15 minutos estuvo con él?— se burló—. Ya tepaso.Cuando Mariano se puso al teléfono le resumí la situación lo mejor que pude y se rióbastante con mi imitación del "an-dá-a-tu-cuar-to-te-di-je".Cuando pudo parar de reír me dijo:—Me parece que tu hermano la cagó otra vez.

Con Mariano nos habíamos enterado hacía un año de los motivos que desencadenaronque Ezequiel se fuera de casa. Nos enteramos de todo porque, ya lo he dicho,nuestros padres eran amigos, el padre de Mariano se lo contó a su madre y ella aFlorencia, la hermana de Mariano tres años mayor que nosotros, como ejemplo de lascosas de las que se debía cuidar. Una vez que lo supo Florencia a que lo supiéramosnosotros hubo un solo paso. Extorsión mediante, debo decirlo. Florencia siempre hasido buena para hacer negocios.La historia fue así: Ezequiel salía desde los 15 con una chica llamada Virginia, tambiénel padre de ella era amigo de papá. En el ambiente donde nosotros nos movemos esdifícil relacionarse con alguien si nuestras familias no lo están de alguna manera, oson compañeros del club de papá, o lo fueron de estudios, o tienen negocios encomún, o nuestras madres son amigas, etc. En resumen, Ezequiel salía con Virginia,que hasta había estado unas vacaciones con nosotros en el campo de la abuela. Estono es un "recuerdo implantado", he visto fotos, ya que el nombre de Virginia hadejado de mencionarse en nuestra casa.Me estoy yendo por las ramas. El tema es el siguiente: Virginia quedó embarazada yel embarazo fue interrumpido.Cuando el padre de Virginia se enteró, fue a pedirle explicaciones a papá y a exigirleque Ezequiel se casara con su hija.Papá, con el buen humor que lo caracteriza (estoy siendo irónico), quiso obligar aEzequiel a casarse con Virginia.Ezequiel dijo que no, que ni loco, la discusión fue subiendo y subiendo de tono, hastaterminar con Ezequiel yéndose de casa y abandonando sus estudios.—Me parece que tu hermano la cagó otra vez —me dijo Mariano y yo me quedépensando si no tendría razón.

Esa noche no me llamaron a cenar. A la mañana siguiente en el desayuno nadiehabló, algo que era bastante habitual.Pero las caras de mis padres expresaban que no habían dormido.Obvio que tampoco pregunté nada. Lo lógico hubiese sido que yo dijera:—Miren, está todo bien, yo soy parte de la familia, Ezequiel es mi hermano, si semandó otra cagada tengo derecho a saberlo. No me parece justo estar enterándomepor terceros. Además ya tengo 10 años. Me merezco una explicación. Así quecuéntenme todo.Ya lo dije, no pregunté nada. Valoraba lo suficiente mi pequeña vida como paradesafiar a mi padre.Si bien es cierto que el nombre de Ezequiel no se mencionaba habitualmente en casa,después de ese incidente la sola mención de su nombre provocaba chispas.Yo no tenía idea de lo que podía haber pasado, la actitud de mis padres me sonabaexagerada. Mi madre había descuidado su jardín, algo que se notaba a simple vista. Ymi padre...bueno, su malhumor superaba todo lo imaginado.Me dediqué, aprovechando que nadie me prestaba atención, a espiar susconversaciones y ...nada. Lo único que escuchaba era a mi madre llorar y a mi padreinsultar y decir a cada rato:—¿Por qué a mí? ¿Por qué, eh? Después enumeraba todo lo que le había dado aEzequiel, colegios, viajes, deportes, etc. Parecía tener todo anotado en algún lugar,una suerte de inventario educacional.Yo creí que mi hermano le había hecho algo directamente a él, después de todo mipadre no preguntaba: ¿por qué a nosotros? sino ¿por qué a él?Con Mariano nos propusimos avanzar hasta el fondo del asunto, pero por más queintentamos sobornar a Florencia ella tampoco pudo averiguar nada. Si no se lo habíancontado al padre de Mariano debía ser más grave de lo que imaginábamos.Sólo tenía dos opciones: preguntarles a mis padres o a Ezequiel.Opté por la segunda.Lo único que faltaba resolver era cuándo. Yo nunca había ido a la casa de Ezequiel, esmás, tampoco sabía donde vivía. Tardé 3 ó 4 días en encontrar su dirección en unalibreta de mamá. Entonces me dispuse a hacer un viaje, un viaje en el 60, un viaje encolectivo. De San Isidro a Palermo. Un viaje de 40 minutos.Un viaje que cambiaría mi vida para siempre.

En la literatura hay una gran tradición de viajes, no me refiero a los espaciales ni a losde piratas, sino a esos viajes que los protagonistas realizan para volver al mismolugar pero transformados.Si algún día se escribiera la novela de mi vida, suponiendo que tuviera interés paraalguien, habría que dedicarle gran espacio a ese viaje que ni siquiera me acuerdo enqué fecha realicé.Ese día fue la primera vez que mentí a mis padres. Mariano, que sabía adonde iba, seofreció a cubrirme. Se suponía que yo iba a estar en su casa un rato antes de nuestroentrenamiento de rugby, lo que me daba un poco más de tres horas para ir y volver.Para ser fiel a la verdad debo decir que en ningún momento se me pasó por la cabezala posibilidad de que Ezequiel no estuviera en su casa. Yo iba a pedirle explicacionesacerca de lo que estaba haciendo infeliz a mi familia, su obligación era la de estar. Yestaba.Cuando abrió la puerta del departamento saltó sobre mí un enorme perro siberiano(no era tan enorme, me di cuenta después, es que yo nunca me llevé bien con losperros, ni ellos conmigo).—No...no sabía que te...tenías un perro— tartamudeé, mientras me lamía la cara.—Están iguales — contestó—, él no sabía que yo tenía un hermano. ¿Pasás? ¿O tepensás quedar en la puerta?Pasé. Entramos directamente al comedor y me senté en una silla. Se hizo un silencioincómodo, largo. Él lo rompió.—¿Los viejos saben que estás acá?Negué con la cabeza.—Muy bien, muy bien. Las nuevas generaciones aprenden rápido. Yéndote de casa sinpermiso a los 10, me imagino qué cosas harás a mi edad— dijo y se rió.Eso me molestó. Yo estaba ahí para pedirle explicaciones. No para que él me laspidiera a mí. Yo estaba ahí para saber qué era lo que había hecho ahora esedesalmado que hacía que mi madre llorara todo el día. Me armé de valor y le dije:—¿Hace mucho que lo tenés...este...digo...al perro?Ezequiel se puso serio por primera vez. Antes estaba divertido por mi presencia, sabíaque había ido a buscar algo, y que no me atrevía a preguntar. Pero igual me contó lahistoria.—Hace poco más de un año y medio, fui con Nicolás a la casa de una amiga suya. ¿Teacordás de Nicolás? Bueno, no importa. Lo importante es que la amiga criaba perrossiberianos. Éste se llama Sacha. Era el más chiquito de la cría, el último que nació.Por eso lo iban a matar.—¿En serio lo iban a matar? Si es hermoso.—Sí que es hermoso, ¿no es cierto?— dijo acariciándolo—. Pero a los últimos de cadacría los criadores los matan, son los más débiles, los menos puros de la raza. Loscriadores viven de la pureza, ese es su negocio, no les conviene que haya perrosimpuros dando vueltas por ahí. Si vos conocés a otros perros de esta raza, te podés

dar cuenta que éste tiene las orejas un poco más grandes y...—Tiene los ojos marrones— interrumpí.—Eso no tiene nada que ver. Además a mí me gustan así marrones. Hay un cierto airede verdad en los ojos de los perros siberianos, como si supieran nuestros secretos.Bah, esto es un delirio mío, no me hagas caso.—Pero lo que no puedo creer es que los maten.—La gente no entiende nunca al que es diferente. En una época los metían enmanicomios, en otras en campos de concentración— suspiró—. La gente le tienemiedo a lo que no entiende. Si la sociedad margina a los que son diferentes, quédestino puede tener un perro que tiene las orejas un poco más grandes.Otra vez se hizo silencio. Yo lo rompí.—¿Por qué los viejos están tan enojados con vos?—Pregunté rápidamente y casi sinrespirar.—Porque tengo SIDA— contestó.

Aquella tarde, después de bajarme del colectivo (algunas paradas antes), me quedédando vueltas por el barrio.Mi barrio, en el que había vivido toda mi vida, me parecía distinto. Como una granescenografía. Y yo era un actor en esa obra. Un actor de reparto.Me sentía liviano y pesado a la vez, si es que acaso eso es posible. Tenía frío y calor.Transpiraba y las orejas me ardían.Mucho más tarde de lo que debía, me decidí a ir a casa. Ensucié mi ropa deportivapara no levantar sospechas y traté de encontrar alguna excusa convincente paraexplicar mi demora. Nunca me habían pedido explicaciones, pero al saber que teníaque mentir, me sentía en inferioridad de condiciones.En casa no había nadie. Encontré una nota en la puerta de la heladera explicando quemis padres habían salido, no recuerdo a dónde, y que la cena estaba en la heladerapara calentar en el microondas. No cené.Subí a mi cuarto, tenía mucho en que pensar. No sé cuanto tiempo estuve así, tiradoen la cama y con la luz apagada. Hasta que sonó el teléfono.—¿Hace mucho que llegaste? Creí que me ibas a llamar. ¿Cómo te fue?— obviamenteera Mariano.—No, llegué recién— fue todo lo que atiné a decir.—¿Y? Contáme qué te dijo...—Nada...no...no estaba. Eso, no estaba —mentí de la forma más convincente quepude.—¿Y por qué tardaste tanto en volver?Así son los amigos, uno quiere estar solo, pensar, terminar una conversación y ellos losometen a uno a un interrogatorio.—Lo que pasa...es...es...que me perdí. Me perdí. No encontré la parada del colectivopara volver. Me fui caminando para el otro lado —realmente ni yo me lo creí, mi vozestaba toda temblorosa, muy poco convincente.—¿Te pasa algo, estás un poco raro? —insistió él.—Estaba yendo para el baño cuando sonó el teléfono.—Ah, bueno —Mariano se rió—. Andá tranquilo no quiero que te ensucies lospantalones por mi culpa. Nos vemos mañana.Y cortó. Por fin.Tenía muchas cosas en qué pensar, muchas cosas que no entendía.Prendí la tele, buscando algo que me distrajera un poco. El lío que tenía en la cabezaera como un gran ovillo que no tenía ni principio, ni final. Al menos por el momento.Al menos para mí.Me encontré mirando "Tarzán en New York", una de esas tantas películas horribles,con uno de esos tantos tarzanes horribles. La historia era así, unos cazadorescapturaban a Chita y la subían a un barco. Tarzán se subía a otro barco para ir a 14. Tincho_1712rescatarla, y el barco lo llevaba a Nueva York. Al llegar, se tiraba al río y se trepaba alpuente (ése que aparece en todas las películas) y se quedaba parado con expresiónde oligofrenia), mientras los autos pasaban y la gente le gritaba cosas en un idiomaque él no entendía. Después se enganchaba a una rubia fenomenal (Jane) y rescatabaa Chita. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que yo me sentía comoTarzán en el puente.Desnudo y rodeado de cosas que no entendía.

Ezequiel me observó un buen rato y después siguió acariciando a Sacha.PorquetengoSIDAporquetengoSIDAporquetengoSIDA. La frase me retumbaba en lacabeza. PorquetengoSIDAporquetengoSIDAporquetengoSIDA. Yo tenía la boca abiertay una expresión de alelado total.—¿Cómo te contagiaste? —pregunté en un hilo de voz.Me miró fijo. Tenía un brillo en los ojos que yo conocía bien. En ese momento me dicuenta cuánto se parecía a mi padre. Mucho más de lo que cualquiera de los dosfueran capaces de admitir.—Bien, bien, bien. Por fin nos sinceramos. Acá tenemos a un futuro criador de perros.¿Te mandó tu padre? —hizo silencio un momento, yo no me sentía capaz de balbucearnada.—¿Acaso tiene importancia cómo me contagié? —continuó—. Digno representantefamiliar hacer una pregunta tan imbécil. ¿Qué estás esperando que te diga? ¿Qué soyhomosexual? ¿Drogadicto? ¿Qué me contagió el dentista? ¿Eh? ¿Vos creés que esotiene alguna importancia? Lo único que realmente tiene importancia, es que me voy amorir, que no sé cuánto tiempo de vida tengo. Y que por más que viva eternamentenunca voy a poder tener una vida normal."Estás siendo injusto conmigo", pensé, "me escapé de casa para venir a verte, vossabés muy bien qué me puede pasar si papá se entera que estoy acá. Soy tuhermano, no tenés derecho a hablarme así. No te quería ofender, en serio, no sabíaque hablar de esto te molestaba. Discúlpame. ¿Homosexual, drogadicto? ¿De quéestás hablando? No te quería molestar".Pero dije: —Mejor me voy.Y me fui.

—Anoche no cenaste —dijo mi madre cuando bajé a desayunar.—No me sentía bien, no es nada, ya pasó.—¿Nada? Para que vos no cenes...Si querés podés faltar al colegio.—En serio mamá, no es nada —y la abracé, la abracé muy fuerte. Nosotros no somosde esas familias que se la pasan besándose y abrazándose. Por eso ella me miróextrañada.—¿Y eso? ¿Te agarró un ataque de cariño? ¿Seguro que querés ir al colegio?—Sí, mamá —le dije con mi mejor expresión de fastidio. Realmente prefería ir alcolegio a quedarme en casa. Quería tener la cabeza ocupada en algo, aunque ese algofuera la profesora de matemáticas.En el colegio estuve insoportable. Tenía miedo de que Mariano se diera cuenta de queestaba preocupado y comenzara con uno de sus interrogatorios, en los que siemprelograba ganarme por cansancio.Necesitaba tranquilidad para pensar algo que me estaba dando vueltas en la cabezadesde la noche. Si a Ezequiel no le importaba lo que a mí me pasara, a mí no teníaque importarme él. Después de todo yo nunca había tenido un hermano, nunca habíacontado con él. Había vivido la mitad de mi vida sin él y podía seguir asítranquilamente. No me importaba que tuviera SIDA o lo que fuera. Si era por mí,Ezequiel se podía ir a la mismísima mierda.

¿Una partida?Así era desde hace años. Mi padre se acercaba y decía "¿una partida?", en un tonoque se asemejaba más a una orden que a una pregunta. Yo contestaba: "si, papá".Aunque estuviera haciendo la tarea, jugando o mirando la tele, me levantaba,caminaba hasta su estudio y me disponía a aceptar otra sesión de ajedrez."Mens sana in corpore sano". Este era el axioma de mi padre. Me obligaba a hacerdeportes, a jugar al ajedrez (al menos una vez a la semana) y me sometía a largassesiones de música clásica. Mi padre amaba esa música, en especial a Wagner, yquería trasmitirme ese amor.No lo logró. Salvo Bach o Mozart, o las sonatas de Beethoven, esas horas quededicaba a hacerme escuchar música se parecían más a una tortura que a un placer.—Jaque mate. Hacía mucho que no te ganaba tan rápido. Estás desconocido.—Es que...jugaste muy bien papá.—No me mientas, yo te enseñé a jugar, sé que no estás concentrado —y frunció elceño.Esos son los momentos en la vida en los que parece que los segundos duran años, yen los que me odiaba por no tener una imaginación frondosa.—Es que...estoy pensando en mi cumpleaños.—¿Tu cumpleaños? Pero si faltan como veinte días —y se rió—. ¿No tendrás algúnproblema en la escuela?Lo negué. No recuerdo cómo continuó la conversación, pero habíamos entrado en unterreno que me favorecía. Siempre fui un buen estudiante, la escuela era uno de lospocos lugares donde me sentía seguro de salir bien parado. Insisto, no recuerdo cómoterminó la conversación. Pero conociendo a mi padre estoy seguro de que fuecomprometiéndome a otra partida al día siguiente.

En esos días comencé a tener una pesadilla que me persiguió por años.Un viajero sediento camina por el desierto, ve la sombra de un ave de rapiña, pero noal ave. Si mira hacia el cielo el sol lo ciega. Sólo ve la sombra amenazante haciendocírculos cada vez más cerrados, cada vez más cerca.

El domingo de esa semana vino a visitarnos la abuela, lo recuerdo bien.Ella vivía en el campo, y tenía un departamento en Barrio Norte, que utilizaba cuandovenía a la ciudad por algún motivo. Nosotros la visitábamos al menos una vez pormes, y pasábamos el fin de semana en su casa.Yo amaba esos días. Días de levantarse temprano para ayudar en el ordeñe. Días deandar a caballo y comer manzanas que arrancaba del árbol.Era muy raro que mi abuela dejara su casa un fin de semana, sólo lo hacía de lunes aviernes y trataba de volver al campo en el día.Era común sí, encontrármela un miércoles a la salida de la escuela y almorzar juntos,ella se apuraba en regresar temprano.—Ya estoy vieja para manejar con tanto tránsito —decía y se reía—, mejor tempranoa casa que mañana hay que madrugar.Ese domingo, ni bien llegó a casa, mi padre la sometió a un interrogatoriopreguntándole por qué había venido, si se sentía bien, si tenía algún problema, etc. Miabuela lo toleró un buen rato hasta que le contestó algo así como que estaba bastantegrande para responder esas cosas y que creía que podía venir a nuestra casa cuandoquisiera. Mi padre se quedó mudo, y mi madre y yo también, era la primera vez queyo veía a alguien contestarle así a mi padre y dejarlo sin palabras. En ese momentosentí que quería a mi abuela un poquito más que antes. ***Almorzamos pollo con hierbas, frutas y alguna cosa más. El almuerzo transcurriócomo transcurren habitualmente este tipo de encuentros, charlas sobre el tiempo, elcolegio, las vacaciones pasadas, las que vendrán.Estuve todo el tiempo divertido contemplando a mi abuela, me duraba el asombro porla forma en que había tratado a mi padre. Después del café, continuamos nuestraconversación en la sala, hasta que mi abuela se levantó para ir a sentarse al jardín.Durante un rato la observé desde la ventana de mi habitación, sentada sobre el bancode piedra a la sombra de los pinos, después me decidí a acompañarla.—Tu padre se asombra de que venga a almorzar un domingo con ustedes, perosiempre que vengo me hacen lo mismo de comer: ¡pollo con hierbas!Nos reímos, era cierto. Desde hacía años cuando alguien venía a comer mi madrecocinaba lo mismo. Variaba los acompañamientos y las entradas pero no el platoprincipal. Era algo muy extraño. Rara vez mi madre repetía un menú durante el mescuando cocinaba para nosotros, es más, es una excelente cocinera. Nunca un platotuvo dos veces el mismo sabor, siempre modifica algo, siempre encuentra algúningrediente que modificar, aun en cantidades ínfimas, "tal vez media cucharadita másde paprika", o cosas por el estilo.De ahí que resulte más ridícula su obsesión por el pollo con hierbas; aunque parahacer honor a la verdad, siempre estaba exquisito.

Cuando paramos de reír, hablamos de lo que siempre hablábamos entre nosotros: elcampo.Me contó acerca de Noche, una yegua que a mí particularmente me gustaba. Siempreen mis visitas, hiciera frío o calor, con lluvia o con sol, iba hasta el corral, meacercaba despacio, le daba terrones de azúcar, la acariciaba y recién después lamontaba. Era una suerte de ritual que compartíamos, Noche me miraba llegar yseguía en lo suyo, no levantaba las orejas, no hacía ningún gesto. Esperaba. Yo sabíaque ella disfrutaba de nuestros encuentros tanto como yo, no podría explicar cómo,pero lo sabía.—Me enteré que fuiste a la casa de Ezequiel —dijo mi abuela de repente.Me quedé de una pieza. Miré desesperadamente alrededor. Si mi padre se enterabaera capaz de encerrarme en un convento y hacerme monja.—Quédate tranquilo, no les dije nada a tus padres— dijo leyéndome el pensamiento.—¿Y vos co..cómo te..te enteraste? —tartamudeé.—Lo leí en el diario —y se rió.Yo no pude ni siquiera esbozar una media sonrisa, estaba esperando que la tierra seabriera y me tragara.—Me lo contó Ezequiel, por supuesto.—¿Ezequiel?Eso realmente no entraba en mi cabeza. No me lo imaginaba llamando a la abuelapara contarle que yo lo había ido a ver. No lo podía creer.—Sí claro, Ezequiel. Tu hermano. ¿Sabes quién es, no?Otra vez silencio. Otra vez angustia. Todo parecía indicar que la angustia no meabandonaría.Desde mi visita a su casa trataba de olvidarlo, de que todo volviera a ser como antes,de que mi hermano volviera a ser una referencia lejana, alejada de nuestra vidacotidiana. Ese nombre apenas susurrado por mis padres. Y esa presencia ineludible enlas reuniones familiares, en las que mis padres se empeñaban en mostrar que nadaera anormal, pero no podían evitar que se notara su incomodidad.—Yo lo veo seguido, al menos una vez por semana. Y ante mi cara de sorpresaprosiguió:—No, no te sorprendas. Es mi nieto. Que se haya ido de la casa de tus padres nocambia las cosas. Es más, a mí me parece una cosa totalmente natural, no puedoentender por qué hacen tanto escándalo. Si vos te pelearas con tus padres, yo teseguiría queriendo igual, es algo totalmente lógico. Es hasta tonto tener queexplicarlo. ¿Lo vas a seguir visitando?—No... no creo.—Es una pena, me puse tan contenta cuando me enteré de tu visita... Ezequieltambién, claro. Aunque sé que terminó de una manera un poco, cómo decirlo,abrupta. Fue un buen gesto de tu parte ir. Yo pensé que todo iba a ser como antes,después de todo él te enseñó a caminar y me acuerdo de que vos sólo te dormías siEzequiel te cantaba una canción...—Basta con eso, por favor —no grité pero mi voz salió de una manera rara, tal vez

fue por la angustia de todos esos días o no sé por qué, pero mi voz sonó distinta,como si fuera otro.Pude ver la cara de sorpresa de mi abuela. Eso me armó de valor para continuar.—Basta con eso, por favor —esta vez con mi voz normal—, la semana que vienecumplo once años y todo lo que me podés decir de Ezequiel es que me enseñó acaminar y que me cantaba una canción cuando yo tenía tres años. Una canción que nisiquiera sé cual es. Lo único que tenemos en común los dos son nuestros padres,después nada más, abuela. Nada más. Nos separa un abismo.—Tal vez lo bueno de los abismos sea —concluyó la abuela— que se pueden hacerpuentes para cruzarlos.

Después de que se fue la abuela, me quedé dando vueltas y vueltas en mi cuarto. Nosabía qué hacer, pero sí sabía lo que no quería hacer: pensar.En mi cabeza se agolpaban Ezequiel y mi padre; puentes y abismos, y a pesar de nohaber sido mencionado en nuestra charla, el SIDA y el ave de rapiña.En la televisión daban El Mundo de Disney. Nada lograba deprimirme más. Esosbrillos, fuegos artificiales y sonrisas de la presentación me producían dolor deestomago.Busqué, entonces, un libro; todos los que me interesaban ya los había leído, algunosreleído. Los que quedaban eran esos libros, típicos regalos de cumpleaños, que elabuelo de alguien leyó a los ocho años y le gustó, entonces a los ocho años del padrede ese alguien le regalan también ese mismo libro, y obviamente el pobre alguien alos ocho recibe también ese mismo libro acompañado de una frase de este estilo:"Seguramente lo disfrutarás mucho, pequeño alguien, tu abuelo y yo, (o tu padre y yodepende), lo hemos disfrutado mucho también". A nadie le importa que hayan pasadoal menos 50 años y que no todos los libros resistan el paso del tiempo.De esa lógica, a regalarlo en el primer cumpleaños, hay un paso muy corto que se dahabitualmente.Decidí ir a comprarme un libro a la librería del Shopping. No lo sabía en esos años yno estoy seguro de estar en lo cierto ahora, pero sospecho que uno se hace lectorpara completar lo inacabado. Para completarse.Y así conforme van pasando los años van cambiando los gustos y nos parece mentiraque hayamos disfrutado ciertos textos, que después creemos execrables.Seguramente no pensaba en esto cuando caminaba por San Isidro para ir a buscar unlibro que me liberase de la angustia.Sí recuerdo mi desazón cuando llegué a la librería, pregunté por Clara y mecontestaron que tenía franco. Habitualmente las embarazadas nos inspiran dulzura, laembarazada que me informó que Clara no estaba y agregó con su mejor sonrisa MacDonalds: "¿Te ayudo en algo, tesoro?", me inspiró repugnancia. Supongo, a la luz delos años, que la buena mujer tal vez no era tan desagradable, pero yo a Clara le debíael haberme hecho lector. Ella siempre me había recomendado buenos libros y sabíacuáles darme según mi ánimo.Gracias a ella descubrí autores que mis amigos, aun los más lectores, ni siquierarozaron.Creo que ella fue mi primer amor. Yo suponía que esos libros eran sólo para mí, queno tendría otros clientes a quienes recomendárselos. Tal vez no fue tan bueno que yome hiciera lector a su imagen y semejanza, y que ella me ahorrase los dolores decabeza. Nunca lo sentí así. Siempre creí que tenía una especial percepción para saberlo que yo iba a disfrutar, y estoy seguro de que ella disfrutaba recomendándome.Ese domingo en que ella no estaba, no encontraba qué leer. Tal vez por mi estado deánimo, tal vez por mi dependencia.Revisaba todos los estantes aún los de los chicos más pequeños. Me entretuvebuscando a Wally, o algo parecido, a pesar de que nunca me gustaron esos libros. Yde repente me encontré con una pila de María Elena Walsh. 23. Tincho_1712Los abrí, los hojeé. En uno de ellos, no recuerdo en cuál, me encontré leyendo ocantando o no sé: "Mírenme soy feliz/ entre las hojas que caen/ cuando atraviesa eljardín/el viento en monopatín". La canción del jardinero. La canción con la que meacunaba Ezequiel.Sentía su voz en mi cabeza. "Yo no soy un bailarín/ pero me gusta quedarme/ quietoen la tierra y sentir/ que mis pies tienen raíz". Ezequiel.Y otra vez la sombra del ave de rapiña, cada vez más cerca.Creo que me mareé, o no sé bien que pasó. Lo que recuerdo es la pila de los libros enel piso. Toda la obra de María Elena Walsh tirada. La cara de espanto de laembarazada y yo corriendo como alma que lleva el diablo. Supongo que todospensaron que me había robado algo.Sé que no paré de correr hasta el río. Lloraba. No me podía sacar de la cabeza la carade la gorda, el ave de rapiña, los libros en el piso.Y la voz de Ezequiel cantando: "Aprendí que una nuez/ es arrugada y viejita/ pero quepuede ofrecer/ mucha mucha mucha miel".

Mirando a lo lejos parece que el río y el horizonte fuesen uno. No faltaba mucho paraque acabara la tarde. El gris plomizo de las nubes se fundía en el marrón claro delagua.Todo estaba en calma.Ni el agua se movía en la orilla, donde el río se hace barro.Algunos años atrás, cuando las aguas no estaban tan contaminadas, a esta hora lasfamilias se demoraban en irse luego del pic-nic del domingo.Es increíble como cambia todo.La última vez era tan distinto; el río, los árboles, las piedras.Me senté en una piedra a un par de metros del agua. Desde ahí con la vista en el ríoparece que no hubiera nada más en el mundo, sólo la extensión marrón interminabley yo.Hay muchos que piensan que nuestro destino ya está escrito, que ninguna denuestras acciones es fruto del azar, que nada de lo que hagamos puede modificarnada. Me cuesta creerlo.Me cuesta creer que toda esta confusión es sólo producto del destino.Me gustaría que mi todo volviera a estar en orden, tranquilo como hoy está el río.No sentirme tironeado por obligaciones y deberes que no sé si son correctos.Pero ¿qué es lo correcto? Indudablemente obedecer a mis padres. Ellos hacen lomejor por mí.Aunque también habrán hecho lo mejor por Ezequiel, y ahora no están conformes conél.Ezequiel.¿Por qué sentirme obligado a verlo? Siempre fue una referencia lejana, nunca estuvopresente en mi vida, al menos la de los últimos años.El viento se levanta con fuerza, el río, antes quieto, ahora se agita y me moja los pies.Vuelan hojas y ramas. Tengo que irme antes que llueva si no quiero empaparme.Tal vez así sea mi destino. Calmas y tormentas.

Toda esa semana, la anterior a mi cumpleaños, estuve ocupado con los preparativosde la fiesta. Mariano me ayudó. Chequeó los invitados, nos acompañó a mi madre y amí a hacer las compras, se ofreció para ayudarnos a acomodar cuando se fuerantodos, etc.Su compañía en todo momento me alivió mucho, estaba con él en el colegio, en elclub, y en mi casa en mis ratos libres. Durante esa semana, entre la ansiedad delcumpleaños y Mariano, logré sacarme de la cabeza a Ezequiel.Llegó el sábado y con él la fiesta. Todo en orden.—Hay comida como para un regimiento —dijo mi abuela al entrar en casa antes delmediodía.Ella siempre llegaba temprano a mis cumpleaños, se quedaba a dormir y se volvía alcampo temprano, la mañana siguiente.La comida consistía en sandwiches de miga, salchichitas, empanadas, calentitos,chips, dips; todo hecho por mi madre al igual que una enorme torta de chocolate,rellena con dulce de leche, crema y merengue, decorada con frutillas.El regimiento, que no era tal sino mis cuarenta invitados de todos los años, entrecompañeros del colegio y del club, además de los parientes de rigor, arrasó con todo.Antes de la fiesta mi madre, al igual que en todas las reuniones anteriores que yohabía hecho, se deshizo en pedidos de cuidados fundamentalmente por sus plantas.Ella quería que uno a uno, cuando llegaran les pidiera que tuvieran especial atenciónen no pisar ninguna planta ni romperle las ramas al rosal, "se pueden lastimar con lasespinas", trataba de convencerme y de convencerse por su repentino interés por lasalud de mis amigos.Obviamente que no hice ninguna indicación a nadie, el noventa por ciento de losinvitados vivían en casas con jardines y tenían madres. Sabían que un pétalo caído essinónimo de desmayo maternal.La fiesta transcurrió sin ningún inconveniente, el parque resultó ileso, salvo que algordo Fernando, un compañero de rugby, se le cayó un vaso de coca-cola sobre elparquet, lo que es sólo sinónimo de suspiro profundo.Cuando se estaban yendo los primeros invitados llegó Ezequiel, que nunca habíavenido a ninguno de mis cumpleaños anteriores, y caminó despacio entre las miradasde asombro de los parientes y las de curiosidad de mis amigos. Sólo la abuela lomiraba divertida.—Te... te perdiste la torta —le dije—No importa. Feliz cumpleaños —me dijo—. Toma, es para vos.Y me dio un paquete, lo abrí. Era un compact disc. De Dire Straits, "Brothers in arms".—¿Hermanos en armas? —pregunté.Me miró de arriba abajo y sonrió.—No, Hermanos abrazados.

Cuando sólo quedaban los mayores y Mariano, puse el compact. Yo no sabía quiéneseran los Dire Straits, nunca los había escuchado, Mariano sí. Mientras charlábamos deotros temas que tenían y esas cosas, se acercó mi padre.—Música moderna, je, je —dijo, para luego agregar—: ¿Qué buen regalo, no?Mi padre no escuchaba jamás música cuyo compositor no hubiera muerto hacía por lomenos cien años.En casa no había rastros de otro tipo de música, ni jazz, ni tango, nada.—A mí, creo que me gusta —le respondí.—A mí también —agregó Mariano apoyándome.—Ya se les va a pasar —afirmó mi padre dando por terminada la conversación.No sé, no recuerdo qué otras cosas me regalaron aquel año, sólo recuerdo el compact.No creo que eso sea importante. La memoria suele tender muchas trampas. Lo que síes seguro es que mi padre no quería que yo me acercara a Ezequiel.Su nombre había sido tantas veces susurrado, tantas otras callado, que se habíaconvertido en un enigma, en un misterio. Eso siempre es atrayente.El misterio. Desde los orígenes de nuestra cultura nos alimentamos del misterio, lasreligiones de Occidente se basan en él. Están llenas de misterio, de cosas que soninaccesibles a la razón y deben ser objetos de fe.En un libro que leí a los diecisiete, pero que me hubiese gustado leer a los doce, dicealgo así como que el hombre necesita del misterio como del pan y el aire, necesita delas casas embrujadas, de las personas innombrables, de las calles sin retorno que hayque esquivar.El misterio.Ezequiel se acercó.—¿Seguís siendo hincha de Racing?—Sí.—Te invito a la cancha el próximo domingo. ***Pasé todo el resto del domingo escuchando Dire Straits, pensando si ir o no a lacancha. Me moría de ganas, pero ir significaba asumir de una vez por todas queéramos hermanos para bien o para mal. Significaba que tal vez la confusión volvería.Mi abuela, antes de irse, me había dicho que tenía que ir, que la pasaría bien, que mipadre no pondría reparos. Yo no estaba tan seguro.El lunes en el colegio Mariano estuvo toda la mañana repasando la fiesta como sihubiese sido la suya, tal vez él la sentía así. Estábamos tanto tiempo juntos desdetantos años atrás que algunos nos decían los mellizos. Y ante los demás micumpleaños era tan importante como el suyo.

Mariano trató por todos los medios de convencerme para ir conmigo a la cancha, peroafortunadamente no lo logró.A la tarde, en casa, mi padre me llamó para jugar al ajedrez. Esta vez logré hacerleun poco más de fuerza y la partida fue más larga.Al terminar llegó lo que yo estaba esperando.—Me enteré de que tu hermano te invitó a ver un partido de fútbol —me dijo.—Si, papá —contesté con mi habitual facilidad de palabra.—Y vos querés ir —prosiguió.—Me gustaría mucho.—Vos sos un chico inteligente, no se te escapará que a esos lugares va cualquier clasede gente —e hizo una especial entonación en las palabras "cualquier clase"—. Queademás suele haber peleas y mucha violencia.—Pero, el domingo Racing juega con Platense, no va a pasar nada.—Noto que ahora sos un especialista en fútbol, yo creí que tanto no te interesaba.Bajé la vista. No sabía qué responder, nuestras discusiones siempre terminaban así,yo hacía silencio y bajaba la vista, mi padre no volvía a hablar, luego de unosinstantes se levantaba y daba por acabada la cuestión, siempre a favor suyo.Pasó un rato más y en el momento que se paró me armé de valor y le dije:—Pero me va a llevar Ezequiel, él me va a cuidar, no va a dejar que me pase nada.—Ezequiel...Y fue él esta vez que hizo silencio y bajó la vista.—Vos sabes muy bien —dijo luego de un instante—que nosotros no estamos muy deacuerdo con algunos aspectos de la vida de tu hermano, que estamos... cómo decirlo,un poco distanciados. Así y todo querés que te deje ir a ver un partido de fútbol conél.—Si papá, por favor —Y mis ojos se llenaron de lágrimas.Me miró un buen rato y dijo:—Está bien, te dejo ir. Pero no pienses que esto termina acá, después del domingovamos a tener una larga charla nosotros dos.Se levantó, empezó a caminar para irse, se dio vuelta y me dijo:—No te olvides de esto; los hombres son como los vinos, en algunos la juventud esuna virtud, pero en otros es un pecado.

IEse domingo mi padre me llevó en auto hasta Palermo, donde nos encontramos conEzequiel.No dijo ni una palabra en todo el viaje, pero se deshizo en advertencias cuandollegamos y ofreció darle plata a Ezequiel para pagarme la entrada.Una vez que logramos despegarnos de mi padre, que me miraba como si estuviera apunto de cruzar el océano en bote a remos y sin salvavidas, nos tomamos uncolectivo, el 93, hasta Avellaneda.Yo no sabía de qué podría hablar con mi hermano, nunca desde que tuve memoriahabía estado tanto tiempo a solas con él. La conversación fluyó naturalmente,hablamos del colegio, de San Isidro y, fundamentalmente, de la abuela y del campo.Ezequiel sabía cómo manejar la conversación encaminándola naturalmente hacia lostemas en los que yo me sentía cómodo y evitar los que a mí me molestaba tratar.Cuando nos bajamos del colectivo y empezamos a caminar al estadio, me temblabanlas rodillas de la emoción. Cantidad de personas con banderas, gorros y camisetas,iban en nuestra misma dirección.Una vez adentro, superado el impacto de encontrarme de frente con esa mole decemento, me impresionó la salida de los equipos con todo lo que trae consigo; loscolores de las camisetas, las medias y los pantalones sobre el verde del césped; lospapeles por el aire; los petardos; y fundamentalmente, el canto de miles y miles depersonas, increíblemente afinado.En un momento cerré los ojos para poder sentirlo todo sólo con el cuerpo, sin lamirada que siempre influye en las sensaciones. Los gritos y el cemento vibrando bajomis pies.No sé cuanto tiempo estuve así. Cuando los abrí los tenía llenos de lágrimas. Mire aEzequiel y le dije:—Gracias. Es fantástico.Y él me abrazó. Qué bien se sentía. Era la primera vez, que yo recuerde, que nosabrazábamos.Empezó el partido, que era por lo que en definitiva estábamos ahí.Fue lamentable.Parecía que la pelota quemaba, cada jugador al que se le acercaba la pateaba lo máslejos posible, nadie nunca la puso contra el piso y levantó la cabeza buscando a uncompañero. Todo el tiempo la pelota lejos y arriba. Un espanto.Terminó 0 a 0.Nos alejamos del estadio caminando despacio por calles angostas. El sol se ocultaba.Yo estaba feliz. A pesar del partido, la tarde había sido maravillosa. Íbamos afónicos ysudorosos.—Si Racing sigue jugando así, me voy a morir sin verlo salir campeón —dijo Ezequiel.La muerte. Otra vez el ave de rapiña volando en círculos. La tarde se deshizo enpedazos. Me pareció que los papelitos que habían saludado la salida de los equipos

eran negros. Y que los gritos de las hinchadas habían sido cantos fúnebres.La muerte.Ezequiel me revolvió el pelo con su mano. Debe haber visto mi expresión y se rió acarcajadas.—No tenés que ser tan literal. Si Racing sigue jugando así, vos también te vas a morirsin verlo salir campeón.Entonces nos reímos juntos. ***Ezequiel me acompañó hasta la puerta de casa y no quiso pasar, argumentó que teníaque levantarse temprano al día siguiente. En ese momento, me di cuenta de que yono sabía nada de su vida, qué hacía, de qué vivía, si trabajaba o no. Mentalmente melo agendé para la próxima vez.Quería que me contara de él.Cuando entré me recibieron como si efectivamente hubiese cruzado el océano en botea remos. Mi madre me preguntó si me había pasado algo, si estaba bien y si teníahambre. No, si y no fueron mis respuestas respectivas. Mi padre no me preguntónada. Esperó que me bañara y luego me invitó a "dialogar".No podría transcribir aquí ese "diálogo", que no fue tal, sino un monólogo largo, queyo sólo interrumpí con suplicas y sollozos.Lo que dijo mi padre ese domingo, que hasta ese momento para mí había sido mágicofue más o menos lo siguiente. Primero: No dejaba de sorprenderlo mi repentinointerés por el fútbol, eso demostraba que él me había descuidado, cosa que novolvería a pasar. Pero bueno, él me había inculcado el amor por los deportes y no seopondría a mi pasión, desde ese momento iríamos juntos a la cancha cada vez que yoquisiera, obviamente a platea, que es donde va la gente decente y no a la tribunapopular, como habíamos ido Ezequiel y yo, que es a donde van los vándalos.Segundo: Mi relación con Ezequiel. Dado que yo nunca había manifestado interés enrelacionarme con mi hermano, mi padre sostuvo que era mejor continuar así. Comoregalo de cumpleaños era bastante simpático "un compact-disc de música moderna yun viaje en colectivo hasta Avellaneda para ver fútbol", pero que nuestra relaciónterminaba allí. Que no era "sano" para un niño de 11 años andar por ahí con un adultode 24, por más que éste fuera su hermano.Tercero: Él entendía que yo estaba por ingresar a la pubertad, que mi cuerpo estabaempezando a cambiar, y tal vez tenía alguna duda o pregunta que hacer. Si era poreso, tenía que confiar en él, después de todo era mi padre, me había dado la vida, mehabía educado.Yo tenía que confiar en él.Y cuarto: En cuanto a Ezequiel, me prohibía volver a verlo fuera del ámbito familiar.Todo esto por supuesto "era por mi propio bien" y "más adelante se lo agradecería".Mi padre como siempre dio por terminada nuestra conversación levantándose yyéndose.

Yo me quedé sentado en su despacho llorando en silencio un largo rato.Cuando salí, todos se habían acostado. Eran miles las cosas que no podía entender, loúnico que sentía era que había algo que no encajaba con el mundo.Y que ese algo era yo.

volví a ver a Ezequiel por meses. Durante ese lapso su figura crecía dentro de mí,rodeada de un halo de misterio. Misterio que me apasionaba develar. Nunca supe si laatracción que ejercía sobre mí correspondía al hecho de haber disfrutado sucompañía, o a que mi padre me hubiese prohibido verle.Lo seguro es, que durante esos meses, no pude tolerar a mi padre.Nuestra vida circulaba por los caminos habituales, jugábamos al ajedrez,escuchábamos música clásica, es decir, lo de siempre, pero yo no podía soportar lasola idea de permanecer en una habitación a solas con él.No lo odiaba, pero era un sentimiento sumamente confuso. Supongo que hay unmomento de la vida en que nuestros padres se nos revelan tal cual son. Sin secretos.Yo no podía entender su actitud con Ezequiel, me parecía terriblemente injusto, perojamás tuve el valor para preguntarle nada.Hoy, tantos años después, creo que si le hubiese manifestado lo que me pasaba, lasituación hubiera sido distinta. Pero yo tenía 11 años, él era el adulto, a él lecorrespondía dar ese paso. El paso que hay de la autoridad a la confianza.

Estuve angustiado, sin saber con quién hablar, ni qué hacer. Una tarde vi a mi madreen el jardín y me acerqué. Cortaba hierbas.—¿Te ayudo? —le dije.—Si, claro —contestó, alcanzándome unas tijeras—, corta el tomillo.Nos quedamos un rato en silencio, envueltos en el perfume de las hierbas. Hasta quele pregunté.—¿Por qué nunca hablamos de Ezequiel?Apoyó las cosas en el piso con mucha calma. Estiró su mano como para acariciarme.Me miró. Bajó la mano. Luego la vista y dijo en un susurro.—Hay cosas de las que es mejor no hablar.

Un domingo de diciembre antes de las fiestas, Ezequiel vino sorpresivamente, almenos para mí, a almorzar a casa.Lo recuerdo bien. Ese mismo domingo a la tarde Mariano iba a venir a despedirseantes de las vacaciones. Su familia tiene una casa en Punta del Este y todos los añosviajan antes de la Navidad y pasan allí todo el verano.En algunos veranos anteriores nosotros pasábamos todo enero con ellos en Punta delEste, este año sería distinto, mi padre había decidido pasar las vacaciones con laabuela.—Tengo muchas cosas que hacer en Buenos Aires —dijo—, no puedo darme el lujo deirme tan lejos. Desde el campo puedo viajar y volver en el día y no descuidar losnegocios. Así que, familia, este año nada de mar.No sé qué opinaba mi madre al respecto, yo estaba feliz con la posibilidad de pasartodo el verano en el campo con la abuela.Así estaban las cosas ese domingo cuando abrí la puerta y me encontré con la figurade Ezequiel. Nos dimos un abrazo largo, profundo.—Tenía ganas de verte —le dije en un susurro—, pero papá no me deja.Me miró y sonrió.—Después de comer hablamos. —Y entró a casa con un paso seguro.Yo lo interpreté como una señal de desinterés. No sé qué estaba esperando quehiciera, tal vez que me rescatara de esa casa donde me sentía profundamente infeliz.Después, pensándolo bien, me sentí como un imbécil por eso.El almuerzo transcurrió lentamente, casi sin hablar, o hablando sólo de las vacacionesy de las fiestas. Ezequiel contó que quería pasar fin de año con nosotros en el campo,pensaba irse de vacaciones en febrero, con unos amigos, a Villa Gesell. Sé muy bienque la mesa familiar no es el ámbito más indicado para hablar ciertos temas, pero mifamilia me parecía tremendamente hipócrita. Nunca se mencionaba a Ezequiel ycuando se lo hacía, lo he dicho, la mención de su nombre producía chispas. Algunosmeses atrás mi madre lloraba por él, mi padre estaba indignado. Y lo peor de todo, almenos para mí, era que me habían prohibido terminantemente verlo.Y ahí estábamos los cuatro charlando de banalidades. De las fiestas y de lasvacaciones. ***—No te creí tan falso —le dije con sorpresa para él y para mí, un rato después delcafé, cuando nos encontrábamos sentados bajo los pinos en el parque de casa.—No te entiendo, ¿por qué lo decís?—Por todo eso —dije señalando la casa—. Deliciosa la comida, mamá. Pasemos lasfiestas juntos, papá —le contesté, parodiando su voz.—Creo que estás confundido —hizo un largo silencio y prosiguió—. La comida de

mamá siempre es deliciosa. Y sí, quiero pasar las fiestas con ustedes —y se rió. Se riómuy fuerte, a mí me indignó.—Pero a mí no me dejan verte, nunca te nombran y si lo hacen no es para nadabueno. ¿Me vas a decir que no te das cuenta de eso?—Sí, claro que lo sé, no me subestimes. Pero eso no significa que yo no los quiera nique ellos no me quieran a mí. Eso no significa que yo no disfrute de su compañía,claro que no todos los días, pero me agrada verlos de vez en cuando. Son mis padres,viví con ellos dieciocho años después de todo ¿no? Entiendo lo que vos querés decir,pero me gustaría que vos me entendieras a mí.Hizo una pausa y suspiró.—Mira, yo no puedo vivir con ellos. Ya no. Pero mientras viví con ellos, salvo losúltimos tiempos, estuvo bien. Tal vez esto sea un poco confuso para vos, pero es así.Y me contó que él entendía los miedos de nuestros padres, y también de cuando vivíaen casa, y secretos de familia, y mucho más.Yo estaba como en trance, fascinado por descubrir a otra persona, a Ezequiel, mihermano. Sé que todo esto puede sonar extraño, pero era exactamente eso, undescubrimiento. Con el agregado de que hablábamos de cosas relacionadas con mifamilia, que yo ni siquiera me animaba a pensar. Repasándolo, a la luz de los años,como lo he hecho tantas veces desde que Ezequiel murió, cada momento desde quefui a su casa a pedirle explicaciones hasta la última vez que lo vi, me doy cuenta deque muchas de las cosas de las que hablamos eran tan simples, que tal vez nomerecieran mayores comentarios. Pero para mí eran algo así como la verdadrevelada. Como pensar el mundo por primera vez. Así lo viví yo. Así lo vivía esa tardede diciembre hasta que llegó Mariano. ***Era el primer verano de nuestras vidas que no pasaríamos juntos. No sabíamos que eldel año anterior había sido el último.Supongo que una mezcla de la felicidad que tenía después de la tarde con Ezequiel yla excitación de Mariano ante la proximidad de sus vacaciones generaron una químicaextraña.Pusimos el compact-disc de Dire Straits y nos sentamos en el piso de mi cuartoapoyados en la cama. Pasamos toda la tarde charlando, con una intimidad que nuncahabíamos tenido.El me contó cosas de su familia, de su hermana. Yo le conté cosas de la mía y algunasde las cosas de las que hablamos con Ezequiel. Y también nos reímos, nos reímosmucho, nunca la había pasado tan bien con él.Atardeció, el reflejo anaranjado del sol bañaba la habitación, el equipo de audio yaestaba apagado. Estuvimos un rato en silencio, y Mariano me contó que estabaenamorado de María Eugenia, una compañera nuestra desde el jardín de infantes,algo que jamás hubiera sospechado, ni que estuviera enamorado de María Eugenia, nide nadie.Mariano estaba eufórico porque ella también viajaba a Punta del Este y él pensabadeclarársele. Supongo que fue el resultado de todo, la charla con Ezequiel, la

confesión de Mariano, lo que me animó a contárselo a pesar de haberme jurado nodecírselo a nadie.—Ya sé por que están enojados con Ezequiel.Mariano me dedicó una mirada invitando a seguir.—Porque tiene SIDA.Se quedó en silencio, no preguntó nada. Yo lo imité.—Supongo que no lo vas a ver más —dijo al rato, como en un susurro.—Claro que lo voy a seguir viendo. Es mi hermano.Su cara se transfiguró, se puso roja.—No seas ridículo. Nunca fue tu hermano, durante años no te importó. No lo veasmás, ¿no te das cuenta de que te podés contagiar?—Vos sos el ridículo, es imposible que me contagie.Mariano me miró indignado. —Es tarde —dijo, y se fue.La magia se había perdido. Nunca más volvió a mi casa.

Un par de días antes de Navidad nos fuimos al campo.Pasamos Nochebuena solos con la abuela. Para fin de año llegaron algunos de mis tíosy Ezequiel.Yo estaba feliz, al haber tanta gente era mucho más fácil poder pasar el tiempocharlando con Ezequiel. Ya no tenía dudas, me sentía bien con él. Disfrutaba de sucompañía.Esos cuatro días caminamos por el campo, cabalgamos, hablamos sentados a lasombra de un sauce llorón.Una de esas tardes lo estaba ayudando a preparar café, cuando se rompió una tazaque le cortó la mano. Me quedé inmóvil y Ezequiel también. Miraba la sangre y lataza, y en ese momento pensé en Mariano y si tendría razón. Creo que Ezequielpercibió mi miedo, pero nunca me hizo ningún comentario al respecto.Ese fin de año fue la primera vez que me dejaron tomar alcohol, una copa dechampagne en el brindis de las doce.Recuerdo esos días con sumo placer.Cuando se fue Ezequiel y nos quedamos solos mis padres, la abuela y yo, ya habíatomado la determinación de hacer algo para verlo más, no sabía qué, ni cómo. Lo quesí sabía es que fuera lo que fuera que me acercaba a Ezequiel, el misterio, lacuriosidad o lo que fuera, era un vínculo auténtico, verdadero.Y tenía que encontrar la forma de que no se rompiera.

Pasó todo el verano sin que se me ocurriera nada.En marzo tendría la respuesta.Nosotros volvimos del campo una semana antes de las clases, lo primero que hice alllegar fue llamar a Mariano. Quería que me contara cómo le había ido en susvacaciones y con María Eugenia. Llamé varias veces a su casa y nunca pude dar conél, tampoco contestó a mis llamados. Eso me extrañó muchísimo. Habitualmente,después del colegio, nos hablábamos por teléfono, rara vez no lo hacíamos. Y esa vezque hacía tres meses que no nos veíamos, no me contestaba.No encontraba explicación, pero esa semana mi madre me pidió que la ayudara con lacasa, y con el jardín, su obsesión, que después de tanta ausencia suya estababastante deteriorado, y creí que a Mariano podía sucederle algo similar.Esperaba el primer día de clases con ansia, eran tantas las cosas que tenía paracontarle.Llegué muy temprano al colegio y me quedé en la puerta esperándolo. Lo vi llegar,desde lejos, de la mano de María Eugenia, y me alegré por él. Cuando llegó a mi ladome saludó con un "hola" frío e impersonal. Pasó caminando casi sin mirarme y fue abuscar un lugar al lado de María Eugenia.Todos mis compañeros estaban extrañados, nos habíamos sentados juntos todos losaños anteriores y ahora yo me sentaba solo, a tres bancos de distancia. Me evitó entodos los recreos. Yo no salía de mi asombro. Hasta que me di cuenta de que meestaba haciendo pagar "mi culpa".Yo era el hermano del sidoso. ***Al volver a mi casa me encerré en mi cuarto a llorar toda la tarde. Esa iba a ser laprimera de las muchas muestras de intolerancia que recibiría durante lo que lequedaba de vida a Ezequiel.No podía entender la actitud de Mariano, y no tenía el valor de ir a pedirleexplicaciones. En los entrenamientos y en educación física, evitaba tocarme. El hechode pensar que lo vería ignorarme durante todo el año escolar, los entrenamientos derugby y el colegio secundario (en el colegio que habían estudiado nuestras familiasdesde el jardín de infantes hasta el secundario, nuestros padres formaban parte de laasociación de ex-alumnos) me partía el alma.Mariano había sido mi único amigo desde que tenía memoria, había sido mi confidentey yo el suyo. Que ahora me diera la espalda era algo que no podía comprender. Mesentía solo.Definitivamente solo.Las primeras semanas de clase se me hicieron eternas, el hecho de pensar en estarsentado solo, y pasar los recreos sin Mariano me angustiaba profundamente. En micasa me preguntaban qué pasaba con Mariano que ya no venía como antes, y yo lo

explicaba gracias a su relación con María Eugenia.A principios de abril logré sobreponerme a la situación y armarme una coraza paraque pareciera que no me importara. Los demás chicos de la clase nos habíanpreguntado que había pasado entre nosotros, y los dos, cada uno por su ladocontestamos lo mismo, que nos habíamos peleado. Debo reconocer que en esemomento, a pesar de que sabía cómo había impactado en él la enfermedad deEzequiel, a tal punto de terminar nuestra relación, valoré ese pequeño gesto, queentendí como un homenaje a lo que había sido nuestra amistad, no revelar losverdaderos motivos de la distancia.Con el tiempo comprendí que no me hacía ningún favor, que no debía agradecerlenada, que la enfermedad de Ezequiel no era algo vergonzante. Pero a esa edad y conel sentimiento de soledad que experimentaba, no lo hubiese resistido. ***Gracias a eso tomé la mejor decisión, la más adulta que he tomado en mi vida.Cambiarme de colegio.Decidí ir al Nacional Buenos Aires, el único colegio lo suficientemente prestigioso,además del que iba, que mi familia toleraría.Convencer a mi padre me costó mucho, pero su padre había egresado de allí, conmedalla de oro, y parte del prestigio familiar había pasado por sus aulas. Después desemanas de súplicas y argumentaciones, logré convencerlo; y nos pusimos a buscar elmejor instituto para preparar mi examen de ingreso.Mi padre me advirtió que el ingreso era serio, que era mucho lo que había en juego,mucho lo que estudiar, que tendría que dejar rugby (que era una de las cosas que yoquería, un lugar donde evitar a Mariano) y que no toleraría "bajo ningún concepto" mifracaso.Encontramos el instituto, el mejor, el más caro, (para mi padre esos dos conceptosson sinónimos), y me inscribí.El instituto quedaba a cinco minutos de viaje de la casa de Ezequiel.

Cuando murió Ezequiel descubrí que la tristeza me quedaba bien. Que tal vez era miestado natural.Comencé a usar ropa negra, a leer poetas malditos. Todos los días me recitaba unpoema de Rimbaud que dice: "Hay, en fin cuando uno tiene hambre y sed, alguienque os expulsa".Mis compañeros de curso también tenían, por momentos, un aire triste o melancólico.Quizás la adolescencia sea en sí una etapa triste. El dolor de dejar atrás la niñez paraconvertirse en algo que ya somos (hombres, mujeres) sólo virtualmente. Realmente,no lo sé.Lo que sé es que la tristeza de ellos iba y venía; la mía parecía estar cosida a mispies. Como una carga de siglos sobre mi espalda.En las reuniones ellos reían y se divertían, yo en cambio me quedaba parado en unrincón, con un aire perdido, como si no supiera divertirme. Como si no supiera cómopasarla bien.La tristeza.

En mayo comenzó la preparación en el instituto. Asistía lunes, miércoles y viernes porla tarde; dejé definitivamente rugby, y empecé a viajar solo y a disponer de mástiempo para mí.Mis padres, en especial mi padre, se deshicieron en recomendaciones. Si bien yasoñaban con mi egreso triunfal del Nacional Buenos Aires, y yo aún no habíaingresado, por otro lado no les gustaba nada esa libertad que tendría, ni la posibilidadde que anduviera por la calle. Al principio querían ir a buscarme a la salida, pero mimadre estaba haciendo uno de sus innumerables cursos, aquel era de pintura sobremadera, y para mi padre representaba perder alrededor de dos horas (sagradas) desu trabajo. Cuando se dieron cuenta que no había otro remedio, accedieron a dejarmeviajar solo.Lo que yo quería era alejarme lo más posible de San Isidro, evitar la posibilidad decruzarme con Mariano y que éste me ignorara.Para mí el instituto fue un enorme descubrimiento, el primero de todos los quevendrían después. El hecho de encontrarme con tantos chicos de mi edad de distintossectores sociales, que vivían en distintos barrios, esa cosa en definitiva taninsignificante para cualquier otro chico, me maravillaba. No teníamos mucho tiempopara charlar, las clases eran bastante exigentes, aunque a mí, ya fue dicho, megustaba estudiar y no tuve mayores problemas, no me sobraba el tiempo pararelacionarme con los demás. Igual, disfrutaba mucho sabiendo que estaba rodeado dedesconocidos.Pensándolo ahora, veo que era más mi temor al desengaño, luego de lo que habíapasado con Mariano, que otra cosa. Si no trabé amistad con ninguno de los demás nofue por falta de tiempo, sino por miedo. ***El veintiuno de julio, al comienzo del invierno, Ezequiel tuvo la primera crisis, de todaslas que tuvo durante su enfermedad.Enfermó de neumonía, estuvo bastante delicado, diez días de internación de los quesalió con la prescripción médica de tomar AZT y sin trabajo.Ezequiel trabajaba en un estudio de diseño gráfico desde hacía dos años. En elmomento de la internación, en su trabajo se enteraron de su enfermedad y loecharon. Argumentaron razones presupuestarias, Ezequiel no les creyó; después de laexperiencia con Mariano yo tampoco.Unos días después de la salida de la clínica de Ezequiel, vino la abuela a casa a charlarcon mi padre. La abuela quería que papá se llevara a Ezequiel a trabajar a su oficina.Mi padre sostenía que no era necesario que Ezequiel trabajara, que podría venir avivir a casa como antes y sin rencores; y por otra parte sostenía que era lógico que sequedara sin trabajo, que él como empleador tampoco tomaría riesgos si un empleadosuyo tuviera SIDA, hay que pensar en los demás, decía. 41. Tincho_1712XXVCuando empezó a tomar AZT, Ezequiel se vio obligado a llevar una dieta sana y arealizar ejercicios, para contrarrestar los efectos de la droga.Todos los días salía con Sacha a realizar largas caminatas, y esas caminatas lollevaban lunes, miércoles y viernes, a la puerta del instituto donde yo estudiaba.La primera vez que lo vi parado en la puerta esperándome, me temblaron las rodillas,a mí no se me había permitido ir a verle a la clínica, es más, hacía más de tres mesesque no nos veíamos, si bien yo estaba enterado de todo lo que pasaba, habíadesarrollado un sexto sentido para escuchar a mis padres cuando hablaban de él, yademás la abuela, siempre la abuela, me contaba. Me sentía en falta por no haberlovisitado.—No me dejaron ir a verte —le dije sin saludarlo siquiera.Ezequiel sonrió, tenía una sonrisa apagada, todo él estaba apagado, no era ya lapersona luminosa de antes. Estaba asustado, algo de lo que no me di cuenta hastaque fue tarde.—Ya sé, no importa. La abuela siempre me manda saludos tuyos. ¿No te molesta quete venga a buscar?Le contesté que no, por supuesto. Esa primera vez y las siguientes nos limitamos acaminar en silencio hasta la parada del colectivo, con Sacha correteando entre ambos.A la segunda semana, Sacha ya saltaba para recibirme apenas ponía un pie fuera delinstituto. Lo cual me hizo ganar la simpatía de muchos de mis compañeros.Sacha nos daba tema de conversación. Yo no me animaba a preguntarle de suenfermedad, ni de su dieta, entonces le preguntaba sobre la dieta de Sacha. Ezequielme contaba qué le daba de comer y cómo la cuidaba, de los libros que había leídopara cuidarla bien. Se lo tomaba todo con absoluta seriedad, sabía muchísimas cosasde los perros del ártico, su historia, sus costumbres, y sus diferencias con los perrosde origen europeo.Hablando de ella fue que un día me dijo:—Uno de los motivos porque quiero tanto a este perro es por sus ojos. Desde queestoy enfermo la gente me mira de distintas maneras. En los ojos de algunos veotemor, en los de otros intolerancia. En los de la abuela veo lástima. En los de papáenojo y vergüenza. En los de mamá miedo y reproche. En tus ojos curiosidad ymisterio, a menos que creas que mi enfermedad no tiene nada que ver con queestemos juntos en este momento. Los únicos ojos que me miran igual, en los únicosojos que me veo como soy, no importa si estoy sano o enfermo, es en los ojos de miperro. En los ojos de Sacha.

Ezequiel me pidió que yo cuidara a Sacha antes de su última internación, la definitiva.Lo llevé a casa, traté de cuidarlo tan bien como él, de llevarlo a caminar todos losdías. Pero en mi casa en esos días todos estábamos muy nerviosos, Sacha también.Rompió varias de las plantas de hierbas de mamá y terminó en el campo de la abuela.Yo rogué, lloré e imploré, fue inútil. Ezequiel todavía no había muerto y a mí se menegaba cumplir con una de sus últimas voluntades.Nos pusimos de acuerdo en que nadie se lo diría, Ezequiel nos preguntaba por Sachacada vez que nos veía, nosotros le contestábamos que estaba bien. A pesar detranquilizarlo a él, nadie pudo tranquilizar el daño que produjo en mi conciencia eltener que mentirle a mi hermano moribundo.

Los paseos al salir del instituto se hacían cada día más largos, aunque yo medemorara cada vez más, en casa a nadie parecía importarle.Después de mi viaje de fin de curso, algunas de nuestras caminatas terminaban en sucasa. Yo no visitaba su departamento desde que fui a pedirle explicaciones, y esa vezno tuve demasiado tiempo para prestar atención a nada.La primera vez que llegué allí acompañado por él, descubrí su biblioteca. Tenía librosde diseño gráfico, fotografía y de literatura. Le gustaba especialmente la cienciaficción y el fantasy. Me prestó El señor de los anillos y puso a mi disposicióncualquiera de sus libros.Me contó, al preguntarle por la cantidad de libros de fotografía que tenía, que legustaba mucho sacar fotos.Siguiendo con mi inspección al lado de su cama encontré un chelo.—¿Desde cuando tocas el chelo? —le pregunté sin salir de mi asombro.—Lo compré hace cuatro años. Estudié un año y dejé. El año pasado volví a estudiar.¿El año pasado? Me parecía extraño, el año anterior se había enterado que teníaSIDA, y se había puesto a estudiar chelo...Me miró y sonrió.—Mira, lo único cierto que sabemos todos de la vida es que nos vamos a morir. Y loúnico incierto es el momento. Digamos que al enterarme que lo incierto avanza sobrelo cierto, me propuse no morirme hasta no poder tocar la Suite No. 1 en Sol mayor deBach.Y se rió. ***Guardé El señor de los anillos en mi mochila, le pedí que hiciera ruido, para que en micasa creyeran que hablaba desde un teléfono público, y llamé para decir que me habíademorado en la casa de un compañero, para ponerme al día con lo que habían vistomientras estaba de viaje de fin de curso. Ezequiel se rió mucho ruando corté y apostóa que no me iban a creer, y que aunque me creyeran mis excusas no servirían denada. Tuvo razón.En la parada del colectivo le comenté que estaba sorprendido de que sacara fotos ytocara el chelo y yo no lo supiera.—Uno nunca termina de conocer del todo a las personas —me dijo—, ni aún a las máscercanas, padre, madre, hermanos, hermanas, marido, mujer. Siempre hay una zonade cada uno que permanece a oscuras, alejada por completo de los demás. Una zonade pensamientos, de sentimientos, de actividades, de cualquier cosa. Pero siemprehay un lugar de nosotros en el que no dejamos que entre nadie más. Yo creo que esoes lo que hace a las relaciones con los demás tan interesantes, esa certeza que,aunque nos lo propongamos, nunca los vamos a conocer del todo.

Cuando llegué a casa, me recibieron con un sermón de órdago. Que quién me creía yopara ir a la casa de desconocidos sin permiso, que en qué cabeza cabe, y otrasexpresiones de las que caben en cualquier repertorio paternal.Era la primera vez que me retaban y no me importaba mayormente, tal vez estabacreciendo, tal vez me estaba haciendo inmune a los retos, no sé. Lo único seguro esque estaba disfrutando a mi hermano y esta vez no pensaba dejar que me quitaranese placer.Estaba dispuesto a mentir, a planificar mis actividades, para verlo contra viento ymarea.Creo que esa fue la única, auténtica rebeldía que me permití en mi vida. ***Me sumergí en la lectura de El señor de los anillos, que a pesar de tener alrededor de500 páginas, leí en una semana. Era el primer libro largo que leía, después me prestóel tomo II y el III. Los leí con igual voracidad.Ezequiel era un gran lector, y me recomendaba libros con gran tino.—No importa si los entendés, o no; si te gustan déjate llevar por las palabras, quesean como música en tus oídos —me decía.En todos los libros que me prestaba yo trataba de encontrar sus rastros, el por qué lehabían gustado. Tantas veces me desilusioné con gente que me prestaba orecomendaba libros que no me gustaban. Siempre, lo primero que busco en los librosson las huellas del otro, del que me los alcanza.Los libros habían sido importantes en mi vida, y el poder compartirlos con él le dabaun nuevo significado a nuestra relación. ***Un sábado a la tarde estaba en mi cuarto leyendo Un mago de Terramar, uno de lostantos libros que me prestaba Ezequiel. Lo recuerdo porque estaba anotando unafrase, en ese época tomé la costumbre de anotar las frases de los libros que megustan en una libreta, una frase que decía: "Para oír, hay que callar". No sé por quéme gustó tanto. Aún hoy, que conservo la libreta, puedo leerla con mi letratemblorosa de entonces.A pesar de que tenía la puerta cerrada mi padre entró en la habitación.—Últimamente estás muy lector, y hace mucho que no jugamos al ajedrez —no habíaningún reproche en su voz, era su forma de invitarme, yo lo sabía, él no podía de otramanera.Bajamos la escalera hasta su estudio. Cuando estaba sacando el tablero le pregunté:

¿Tenés la Suite No. 1 de chelo, de Bach?Me miró de arriba abajo sorprendido.—Yo sabía que iba a lograr que te guste la buena música —y remarcó la palabrabuena. Me explicó orgulloso que tenía varias versiones, que podía elegir cuál queríaescuchar y que si yo tenía ganas podía explicar, mientras las escuchábamos lasdiferencias entre ellas. Me propuso un montón de cosas más. Rezumaba erudición.—Elegí la que más te guste a vos, y no digas nada —le dije. —Para oír, hay que callar.

En noviembre Ezequiel vino a buscarme por última vez. Ya terminaba el curso delinstituto, lo que significaba el fin de nuestras caminatas.Caminábamos hablando de libros y de autores, me sentía definitivamente importante,teniendo un tema en común con él.Clara, la librera, me había recomendado un par de libros para Ezequiel y logrésorprenderlo (una cosa más para incluir en mi lista de agradecimientos para ella).Ezequiel me recomendó que mirara Blade Runner, yo me ufanaba de haberle regaladolibros de autores que él no había leído, Sacha corría alrededor nuestro. De repente selevantó una tormenta. Era una con todas las de la ley, corrimos para guarecernos. Nopodíamos entrar a un bar a esperar que pasara, no nos dejarían con el perro, y noscostó bastante trabajo encontrar un techo que nos protegiera.Cuando lo encontramos estábamos empapados.—Me parece que ya no tiene sentido protegernos —dijo Ezequiel.Yo estaba asombrado por lo violento de la tormenta, lo rápido que se había desatadoy porque en calles que antes estaban llenas de gente, en ese momento no se veía unalma. Las ventanas de las casas estaban cerradas. Se lo comenté.El se quedó serio un rato y luego dijo:—El SIDA es como una tormenta, nadie quiere sacar la cabeza para ver qué hayafuera.

Ese fin de año lo pasamos en casa. Mamá había preparado el menú, desde principiosde mes. Una semana antes ya estaba cocinando (evitó el pollo con hierbas). Uno delos motivos de celebración era mi ingreso al Nacional Buenos Aires.Cuando llegó el 31 de diciembre todo parecía estar en orden, mi madre no habíadejado ningún detalle librado al azar. Todo estaba planificado.Al llegar Ezequiel, sólo con verlo, me di cuenta de que hay cosas que no se puedenprever. Había adelgazado mucho desde la última vez que estuvimos juntos, poco másque un mes atrás, su mirada no tenía brillo, se lo veía débil. Y él lo sabía.Mis padres, como siempre, se empeñaron en hacer de cuenta que nada sucedía. Perola verdad era tan evidente, que por primera vez les agradecí sus esfuerzos vanos.Comimos en silencio. Cada vez que alguien intentaba entablar una conversación, seinterrumpía a sí mismo, aún dejando la frase por la mitad.Esta vez no era yo solo el que veía la sombra del ave de rapiña volando en círculossobre la mesa familiar.Terminamos de comer pasadas las once. El tiempo que pasó hasta el momento delbrindis fue eterno.Fue la segunda vez que tomé champagne. En el momento de las doce campanadas,toda la familia levantó sus copas. Pero, ¿cómo desearle feliz año a alguien queprobablemente no lo termine?Me acerqué a Ezequiel y le dije un "te quiero" apenas susurrado. El me abrazó y medijo: "Yo también".Era todo lo que necesitaba oír.

Pasó el verano, no nos fuimos de vacaciones, sólo unos días al campo de la abuela,unos pocos días debería decir, no llegaron a ser diez. Y no vi a Ezequiel hasta marzo.Hablábamos por teléfono casi a diario, ya no ocultaba mi interés por él. Mis padres lotomaron con resignación, pero tampoco estaban dispuestos a dejarme ir a verlo.En marzo, con el comienzo de clases, volvía a gozar de una pequeña libertad. En elcolegio me anoté en varias actividades extra curriculares, que me permitían estar mástiempo en la Capital. Mi idea era que cuanto más tiempo estuviera alejado de SanIsidro, más posibilidades tendría de ver a Ezequiel.A mediados de marzo volví a su casa. Llegué sin avisar. Ezequiel estaba trabajando.Desde que lo habían echado del estudio hacía pequeños trabajos como freelance, ysospecho que la abuela lo ayudaba económicamente. Jamás se lo pregunté a ningunode los dos, ni ellos tampoco me lo comentaron.Se alegró mucho de verme, lo sé. Estaba más delgado que la última vez. Su saludestaba muy deteriorada, cualquier germen que estaba por el aire él se lo agarraba.Tomaba vitaminas y, me contó, había días que no tenía fuerzas para hacer suscaminatas.—Sabía que cuando empezaran las clases ibas a volver. Lo sabía —me dijo—. Tetengo un regalo.Y me regaló una foto. La foto era en blanco y negro. Estaba toda oscura, en el centrohabía una vela iluminando parte de un pentagrama. El pentagrama estaba en clave deFa (la clave con la que se toca el chelo).Esa vez no necesité preguntarle nada.

Una mañana de domingo, por esa época, había ido hasta el shopping a comprar unlibro y me encontré con unos amigos de papá.—Nos enteramos de lo de Ezequiel —dijeron después de preguntarme por el colegio,la familia y esas cosas. Bastante incómodo es para un niño encontrarse con amigos desu padre en un lugar tan impersonal como un shopping, como para también tener quehablar de cosas tan delicadas como la enfermedad de su hermano. Me quedé callado.—Es una enfermedad terrible... —insistieron.—Si...—balbuceé.—...la leucemia...—¿La...leucemia..?—Sí claro. Leucemia. La enfermedad de Ezequiel. Pobrecito.No recuerdo si les contesté, sé que me fui indignado. Mis padres, al no poder evitar laevidencia de que Ezequiel se iba a morir, tuvieron que inventarle una enfermedad.Como si fuera más digno morirse de leucemia que de SIDA. Como si fuera indigno sersidoso. Como si en la muerte hubiera alguna dignidad.

Todos los muertos están solos. Todos.Ezequiel en el cajón parecía más solo todavía.Tenía la soledad de los muertos, de todos los muertos, pero también, la soledad de lamuerte joven. La soledad de una muerte negada por su familia.Alguien dijo una vez, no sé quién, que el SIDA es como la guerra, son los padres losque despiden a sus hijos.Ezequiel no tuvo esa suerte. La abuela y yo solamente lo acompañamos hasta el final.Cuando Ezequiel murió, papá estaba de viaje de negocios.

Una de las tantas tardes que pasé en su casa ese último año, le hablé de Natalia. Erauna compañera del taller de periodismo del colegio. A mí me fascinaba. No sólo erabella, bella es la palabra justa, no entraba en los cánones de la hermosuraconvencional, era inteligente e irreverente. Tan distinta a todas las chicas que habíaconocido hasta entonces.—Sacha, me parece que nuestro joven invitado se nos ha enamorado —dijoaplaudiendo.Esa actitud me fastidió.—No me jodas, Ezequiel. Yo te cuento de una chica que me gusta. Que no sé quéhacer.Que tengo miedo a que me rechace y vos me tomás el pelo.—Miedo al rechazo...Hermanito, voy a decirte algo, tal vez lo único que aprendí en micorta vida. Si la cuerda no fuera delgada, no tendría gracia caminar por ella.

Una semana antes de cumplir los trece, Ezequiel me pidió que un día antes de micumpleaños fuera a su casa, que faltara al colegio si era necesario, pero que tenía queestar ahí. Le pregunté por qué, ese día me tocaba taller de periodismo y esosignificaba ver a Natalia, se lo expliqué, insistí.—Sorpresa, sorpresa —dijo, y no dijo nada más.Obviamente estuve allí.Me sirvió té con masas. Charlamos de vaguedades, yo estaba muy ansioso, queríasaber cuál sería el motivo de tanto misterio. De repente se levantó y trajo el chelo. Sesentó. Y sin decir palabra se puso a tocar la Suite No. 1 en Sol mayor de Bach.Yo ya la sabía de memoria, la escuchaba a diario en diferentes versiones: la de PabloCasals, la de Lynn Harrell (mi preferida), la de Rostropovich.Ahora la escuchaba en la versión de Ezequiel.Es una pieza tan difícil de tocar bien, que sólo los grandes chelistas se animan aejecutarla en público.Indudablemente la versión de Ezequiel no tenía la calidad de las versiones que yoconocía, estaba más cerca de ser un ejercicio de digitación que otra cosa, pero teníatanto amor en cada nota, tanto sentimiento. Una Suite de tal complejidad sólo sepuede ejecutar bien después de años de esfuerzo y con mucho talento.La versión de Ezequiel era puro sentimiento.Yo no paraba de llorar.Cuando finalizó nos abrazamos y lloramos juntos.La semana siguiente lo internaron por última vez.

Los últimos tiempos de Ezequiel, los de su deterioro físico, son demasiado dolorosospara recordarlos en este momento.

El día del entierro comprendí por qué en las películas los funerales se filman siemprecon lluvia. En el cementerio donde lo enterraron los pájaros cantaban, había flores, elcésped brillaba. Comprendí que la luz del sol es despiadada, son las sombras las quenos protegen.Ningún gesto se escapa de la vista de los demás. Ningún rictus de dolor. Con tantaluz, tanta claridad, era más dramática aún la idea de la muerte.

Los últimos días antes de morir, Ezequiel tenía momentos de lucidez y momentos dedelirio. Podía estar hablando normalmente y de repente perder el hilo de laconversación.Estaba durmiendo cuando llegué a la habitación, la abuela aprovechó mi arribo para ira tomar un café.Me senté al lado de la cama y le tomé la mano, mientras se la acariciaba se despertó.—¿Sabés? Yo te enseñé a caminar.—Sí, lo sé.—Vaya paradoja, yo te acompaño en tus primeros pasos, y vos me acompañás en losúltimos...—No digas boludeces, Ezequiel.Sonrió. Cerró los ojos un rato, cuando los volvió a abrir me dijo:—He visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque ardiendo sobre el hombrode Orion...Está delirando otra vez, pensé. Volvió a sonreír, me apretó la mano. Cerró los ojos yse quedó dormido.Nunca más los volvió a abrir.

Después que murió Ezequiel nos convertimos durante un tiempo en una familia defantasmas. Pasábamos por la casa sin vernos. Sin hablarnos.Poco a poco todo fue volviendo a la normalidad. Mi madre a sus plantas. Mi padre asus negocios. Y yo, bueno, yo tenía muchas cuentas que cobrarme con mis padres porsu trato a Ezequiel.Pero no tuve el valor.Seguí dedicándome al colegio, al estudio y a los libros.Ahora, que terminé el colegio (no logré medalla de oro), me voy a estudiar a unauniversidad de los Estados Unidos.No tengo otra forma de irme de aquí.No sé si voy a volver. Siento que cada vez son menos las cosas que me atan a estelugar.

Hay una cosa que admiré de Ezequiel. A pesar de todo nunca perdió el entusiasmo, nila alegría. Nunca se entregó.—Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te enseñan a vivir. A amar la vida con todala fuerza que tengas. A mí el SIDA no me quita, me da ganas de vivir.

Al mes del entierro de Ezequiel, la abuela vino a verme.—Antes de la internación, Ezequiel me pidió que te diera esto. Y me dio un videocasete. Era Blade Runner.—He visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque ardiendo sobre el hombrode Orion.Rayos "C” brillando en la oscuridad cerca de Tannhauser.Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es horade morir.—No sé por qué me salvó la vida. Quizás en los últimos momentos amó la vida másque nunca. No sólo la suya, la de cualquiera... la mía. Buscaba las mismas respuestasque buscamos todos. ¿De dónde vengo? ¿Adonde voy? ¿Cuánto tiempo tengo? Y sólopude verlo morir.

a amaneció, pasé toda la noche en vela.Acaba de venir mi madre para avisarme que ya están listos para ir al aeropuerto.Recién terminé de afinar el chelo por última vez, nunca aprendí a tocarlo, ni lointenté. Pero, tanto en tanto, lo saco de su estuche, lo limpio y lo afino.Mi padre me grita que vamos a perder el vuelo. No importa, hay tiempo. El es de losque llegan, por las dudas, dos horas antes del embarque al aeropuerto.Natalia va a estar en Ezeiza para despedirme. Irá a verme en dos meses. Nada megustaría más.

Ayer volví, después de tantos años, al río.El agua, las piedras, los árboles, el viento, son los mismos.Yo ya no soy el mismo.Ya no me pregunto cómo será mi destino.Le debo a Ezequiel el haberme enseñado que la vida no es más que eso: Asomar lacabeza, para ver qué pasa afuera, aunque haya tormenta.

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