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La mujer india de BRAM STOKER


-Kruusty

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LA MUJER INDIA

BRAM STOKER

 

En aquella época, Nuremberg no era tan visitada como desde entonces lo ha sido. Irving no había estado representando el Fausto, y el nombre de la antigua ciudad era apenas conocido por la gran masa de los turistas. Mi esposa y yo nos encontrábamos en la segunda semana de nuestra luna de miel, y, naturalmente, estábamos deseando que alguien se nos uniera; de modo que cuando el jovial extranjero, Elías P. Hutcheson, procedente de Isthmain City, Bleeding Gulch, Maple Tree Country, Nebraska, coincidió con nosotros en la estación de Francfort y comentó casualmente que iba a visitar la más matusalénica de las ciudades de Europa, y que opinaba que viajar tanto tiempo solo era algo capaz de enviar a un inteligente y activo ciudadano a la melancólica tutela de una casa de orates, nos apresuramos a recoger la sugerencia y, por nuestra parte, le propusimos unir nuestras fuerzas.

Cuando más tarde comparamos las notas de viaje que habíamos hecho, descubrimos que cada uno de nosotros había tratado de hablar con cierta indiferencia, a fin de no aparecer demasiado ansiosos, ya que ello no hubiera resultado un cumplido precisamente para nuestra vida de recién casados; pero el efecto quedó completamente estropeado por el hecho que ambos empezamos a hablar al mismo tiempo..., nos detuvimos simultáneamente y así vuelta a empezar. De todos modos, no importa cómo, el asunto resultó, y Elías P. Hutcheson se convirtió en miembro de nuestro grupo. Desde luego, Amelia y yo encontramos beneficioso el cambio; en vez de pelearnos continuamente, como habíamos estado haciendo, descubrimos que la influencia coercitiva de un tercer elemento era tal, que no hacíamos más que buscar una ocasión de encontrarnos a solas en algún rincón. Amelia dice que desde entonces, como resultado de aquella experiencia, aconseja a todas sus amigas que se lleven a algún conocido en su viaje de novios. Bueno, «hicimos» Nuremberg juntos, y gozamos lo indecible con la charla y los comentarios de nuestro amigo transatlántico, el cual, a juzgar por lo que contaba, había corrido suficientes aventuras como para llenar una extensísima novela. En nuestro recorrido por la ciudad guardamos para el final la visita al castillo, y el día señalado para aquella visita dimos la vuelta a la muralla exterior de la ciudad por el lado oriental.

El castillo está edificado sobre una roca que domina la ciudad, y en su parte septentrional está defendido por un foso muy profundo. Nuremberg ha tenido la suerte de no haber sido saqueada nunca; de no ser por esta circunstancia es evidente que no estaría tan flamante como está ahora. El foso no había sido utilizado durante siglos, y en la actualidad su base está llena de jardines y de huertos, algunos de cuyos árboles han alcanzado un respetable tamaño. Mientras andábamos alrededor de la muralla, acariciados por el cálido sol de julio, nos deteníamos a menudo para contemplar los panoramas que se extendían ante nosotros, y de un modo especial la gran llanura cubierta de torres y de aldeas y bordeada de una azulada línea de colinas, como un paisaje de Claude Lorraine. Desde allí, nuestra mirada se dirigía siempre con nuevo deleite a la propia ciudad, con sus miradas de fantásticos aleros y sus tejados rojos, moteados de buhardillas, hilera sobre hilera. A nuestra derecha se erguían las torres del castillo, y todavía más cerca, con su aspecto impresionante, la Torre de la Tortura, la cual era, y es, quizás, el lugar más interesante de la ciudad. Durante siglos, la tradición de la Virgen de Hierro de Nuremberg ha sido citada como ejemplo de los abismos de crueldad de los que es capaz el hombre; era una de las cosas que más nos habían atraído antes de emprender el viaje; y al final la teníamos al alcance de nuestra mano como quien dice.

En una de nuestras pausas nos inclinamos sobre la muralla de la fortificación y miramos hacia abajo. El jardín parecía encontrarse a unos quince metros debajo de nosotros, y el sol caía de lleno en él calentándolo como un gigantesco embudo. El calor ascendía hasta nosotros, aumentando nuestra modorra, y resultaba muy agradable permanecer allí, holgazaneando, apoyados en la muralla. Además, inmediatamente debajo de nosotros, había un agradable espectáculo: una enorme gata negra tendida al sol, mientras a su alrededor retozaba alegremente un gatito negro. La madre agitaba su cola para que el gatito jugara con ella, o alzaba sus patas y empujaba al pequeño como estimulándole en sus juegos. Estaban al pie mismo de la muralla, y Elías P. Hutcheson, deseando compartir el juego, se inclinó a recoger del suelo una piedra de regular tamaño.

—¡Miren! —dijo—. Voy a dejar caer esta piedra cerca del gatito, y madre e hijo se preguntarán de dónde les ha llovido.

—¡Oh, tenga cuidado! —dijo mi esposa—. ¡Puede usted tocar al pequeñín!

—Ni pensarlo, señora —dijo Elías P. —. Aquí donde me ve, soy tan tierno como un cerezo del Maine. Dios sabe que no le causaría ningún daño a ese gatito, del mismo modo que no escalparía a un niño... Mire, voy a tirarla lejos de la muralla, para que no caiga demasiado cerca de los animalitos.

Se inclinó sobre la muralla, alargó el brazo todo lo que pudo y dejó caer la piedra. Es posible que exista una fuerza de atracción que arrastre la materia mayor hacia la menor; o más probablemente que la muralla no fuera completamente vertical, sino algo saliente en la base: desde arriba no podíamos apreciar la inclinación. Lo cierto es que la piedra cayó directamente sobre la cabeza del gatito, con un horrible chasquido que llegó hasta nosotros a través del cálido aire, esparciendo sus pequeños sesos por el suelo. La gata negra dirigió una rápida mirada hacia arriba, y vimos sus ojos como fuego verde clavarse un instante en Elías P. Hutcheson; luego su atención se volvió hacia el gatito, el cual yacía inmóvil, agitando únicamente y a intervalos sus diminutos miembros, mientras un delgado arroyuelo rojo fluía de su herida. Profiriendo lastimeros maullidos, que recordaban los lamentos de un ser humano, la gata se inclinó sobre su hijo, lamiendo su herida, sin dejar de maullar.

De repente pareció darse cuenta que estaba muerto, y de nuevo alzó sus ojos hacia nosotros. Nunca olvidaré aquel espectáculo, ya que la gata parecía la perfecta encarnación del odio. Sus ojos verdes ardieron con un fuego cárdeno, y los blancos y agudos dientes casi brillaron a través de la sangre que manchaba su boca y sus bigotes. Rechinó los dientes y extendió las patas delanteras mostrando sus garras en toda su longitud. Luego dio un salto salvaje, encaramándose por la muralla, como si quisiera llegar hasta nosotros, pero cuando terminó el impulso cayó hacia atrás, y su aspecto se hizo todavía más horripilante, ya que cayó sobre el cadáver del gatito, y se levantó con la piel de la espalda manchada de sesos y de sangre. Amelia estuvo a punto de desmayarse, y tuve que arrastrarla fuera de la muralla. Había un banco cerca de allí, a la sombra de un plátano silvestre, y la senté en él mientras se recobraba. Luego me acerqué de nuevo a Hutcheson, que seguía en el mismo sitio, contemplando al rabioso animal.

Cuando me reuní con él, dijo:

—Bueno, creo que es la bestia más salvaje que he visto en mi vida..., a excepción de una mujer india, una apache, que le tomó un odio mortal a un mestizo apodado Splinters, quien le había robado a su hijo en una incursión, sólo para demostrarle al niño que tenía en cuenta lo que los indios habían hecho con su madre, sometiéndola a la tortura del fuego. La mujer siguió a Splinters durante más de tres años, hasta que consiguió tenderle una emboscada. Dicen que ningún hombre, blanco o mestizo, ha tardado tanto en morir bajo las torturas de los apaches. Llegué al campamento en el momento en que Splinters entregaba su alma a Dios, y no lamentaba hacerlo. Era un hombre duro, y aunque yo no volví a estrechar su mano después de aquel asunto del niño, ya que fue algo horrible, y Splinters debió portarse como un hombre blanco, ya que su aspecto era de blanco, creo que lo pagó con creces.

Mientras estaba hablando, la gata continuaba en sus frenéticos esfuerzos por encaramarse por la pared. Tomaba impulso y saltaba hacia delante, alcanzando a veces una increíble altura. No parecía importarle la pesada caída que seguía a cada una de sus tentativas, y cada vez volvía a empezar con renovado vigor. Y a cada caída su aspecto se hacía más horrible. Hutcheson era un hombre bondadoso —mi esposa y yo lo habíamos visto mostrarse cariñoso con los animales, lo mismo que con las personas—, y parecía muy afectado por la rabiosa actitud de la gata.

—¡Vaya! —exclamó—. El pobre animalito está desesperado. Vamos, vamos, minino, no te lo tomes así... Fue un accidente, y todo esto no servirá para devolverte a tu pequeño. ¡Que haya tenido que sucederme esto a mí! Para que vea a lo que puede conducir un juego, al parecer inofensivo...

Parece que estoy condenado a no poder jugar, ni siquiera con un gato. Oiga, coronel —tenía la divertida costumbre de endosarle títulos a todo el mundo—, espero que su esposa no me guardará rencor por lo que ha sucedido... Yo soy el primero en lamentarlo, y muy de veras.

Se acercó al lugar donde estaba Amelia y se disculpó calurosamente, y ella, con su habitual bondad, se apresuró a tranquilizarlo, diciéndole que comprendía que había sido un accidente. A continuación nos acercamos de nuevo a la muralla y miramos hacia abajo.

La gata, al perder de vista el rostro de Hutcheson, había retrocedido unos pasos y estaba sentada sobre sus patas traseras, como disponiéndose a saltar. En efecto, en cuanto volvió a verlo saltó, con un furor irracional y ciego, que hubiera sido cómico, quizás, en otras circunstancias, pero que en aquellos momentos resultaba espantoso. Esta vez no trató de trepar por la muralla, sino que botó sobre sí misma como si el odio y la rabia pudieran prestarle alas para volar hasta nosotros. Amelia, mujer al fin, estaba muy preocupada, y le dijo a Elías P. en tono de advertencia:

—¡Oh! Tenga usted mucho cuidado. Ese animal trataría de matarlo, si estuviera aquí. En sus ojos hay un brillo asesino.

Nuestro compañero se echó a reír jovialmente.

—Discúlpeme, señora —dijo—, pero no he podido contener la risa. ¡Imaginar a un hombre que ha luchado contra los indios y contra los osos, asesinado por un gato!

Cuando la gata le oyó reír, su conducta pareció cambiar. Ya no trató de encaramarse por la muralla, ni botó sobre sí misma, sino que se tranquilizó súbitamente, y sentándose de nuevo junto al gatito muerto empezó a lamerlo y a acariciarlo como si estuviera vivo.

—¡Miren! —dije—. El efecto de un hombre realmente fuerte. Incluso ese animal, en medio de su

furia, reconoce la voz de un dueño y se inclina ante él...

—Igual que una mujer india —fue el único comentario de Elías P. Hutcheson, mientras proseguíamos nuestro camino alrededor del foso.

De cuando en cuando, nos asomábamos a la muralla y cada vez veíamos a la gata que nos estaba siguiendo. Al principio dejó atrás al gatito muerto, pero cuando la distancia se hizo mayor fue en busca de él, lo tomó entre sus dientes y continuó siguiéndonos. Al cabo de un rato, sin embargo, lo abandonó, ya que vimos que nos seguía sola; seguramente había ocultado el cadáver en alguna parte.

Los temores de Amelia aumentaron ante la insistencia de la gata, y repitió su advertencia más de una vez; pero el norteamericano seguía tomándoselo a risa, hasta que al final, viendo que mi esposa estaba realmente preocupada, le dijo:

—Le aseguro, señora, que no tiene por qué preocuparse por ese animal. De haberlo imaginado...

—Palmeó la pistolera que llevaba en la cadera—. De haber sabido que iba a tomárselo de este modo, allí mismo hubiera matado a esa gata, arriesgándome a la intervención de la policía por haber quebrantado la ley que prohibe llevar armas de fuego. —Mientras hablaba, miró por encima de la muralla, pero la gata, al verlo, retrocedió, con un maullido, hasta un lecho de altas flores y quedó oculta. El norteamericano continuó—: Que me empalen si ese bicho no sabe más lo que le conviene que la mayoría de los cristianos... Estoy seguro que no volveremos a verlo. Puede usted apostar lo que quiera a que ahora se marchará en busca de su hijo muerto para enterrarlo en privado.

Amelia se calló, para evitar que nuestro compañero, con la intención de tranquilizarla, cumpliera su amenaza de disparar contra la gata. De modo que continuamos nuestro paseo y cruzamos el pequeño puente de madera que conducía al camino pavimentado que se extendía entre el castillo y la pentagonal Torre de la Tortura. Mientras cruzábamos el puente vimos de nuevo a la gata debajo de

nosotros. Cuando el animal nos vio pareció despertar de nuevo su furor, y realizó frenéticos esfuerzos para trepar por la muralla sobre la cual discurría el puente. Hutcheson se echó a reír al mirar hacia abajo y ver a la gata, y dijo:

—¡Adiós, vieja niña! ¡Lamento haber lastimado tus sentimientos, pero lo olvidarás con el tiempo! ¡Adiós!

Y entonces atravesamos el largo y mal alumbrado pasaje abovedado y llegamos al portillo del castillo.

Cuando salimos de allí, después de haber visitado el más hermoso de los lugares antiguos —un lugar que ni siquiera los bienintencionados esfuerzos de los restauradores góticos durante cuarenta años han sido capaces de estropear—, parecíamos haber olvidado por completo el desagradable episodio de la mañana. El viejo limonero, con su tronco enorme retorcido por el paso de casi nueve siglos, el profundo pozo excavado en el corazón de la roca por los cautivos de aquellas épocas pretéritas, y el encantador panorama que se divisaba desde la muralla de la ciudad y desde la cual oímos, durante más de un cuarto de hora, los multitudinarios rumores de la urbe, todo esto contribuyó a distraer de nuestras mentes el incidente del gatito muerto.

Éramos los únicos visitantes que habían entrado en la Torre de la Tortura aquella mañana —al menos eso dijo el viejo guardián—, y el hecho de disponer del lugar de un modo tan exclusivo nos permitió efectuar un recorrido más detallado y más satisfactorio de lo que en otras circunstancias nos hubiéramos podido permitir. El guardián, considerándonos como la única fuente de ganancias de aquel día, se mostró muy solícito y dispuesto a satisfacer cumplidamente nuestra curiosidad. La Torre de la Tortura es en realidad un lugar siniestro, incluso ahora que millares de visitantes han infundido al lugar un hálito de vida, y de la alegría que se deriva de ella; pero en la época a que me refiero su aspecto era de lo más fúnebre que imaginarse pueda. El polvo de los siglos parecía haber tomado posesión de él, y la oscuridad y el horror de sus recuerdos lo habían impregnado de un modo que hubiera satisfecho a las almas panteístas de Philo o de Spinoza. Empezamos la visita por el sótano, una cámara tenebrosa, más tenebrosa aún en contraste con la cálida luz del sol que penetraba a través de la puerta abierta para ir a perderse en el vasto espesor de las paredes; unas paredes que, si hubiesen podido hablar, hubieran contado, seguramente, unas historias espantosas. Experimentamos una sensación de alivio al trepar por la polvorienta escalera de madera, precedidos por el guardián, que mantenía abierta la puerta exterior a fin de iluminar nuestro camino en la medida de lo posible, ya que el velón que ardía en un candelabro colgado de la pared proporcionaba una claridad insuficiente para nuestros ojos.

Cuando llegamos a la cámara situada directamente encima de la que acabábamos de abandonar, Amelia se apretó tan fuertemente contra mí que pude oír los latidos de su corazón. Debo confesar que no me sorprendió lo más mínimo su temor, ya que aquella estancia era más siniestra aún que la de debajo. Había más luz, desde luego, aunque sólo la suficiente para percibir lo horroroso del lugar. Los constructores de la torre sólo habían abierto ventanas en la parte más alta, diciéndose, seguramente, que los que tuvieran que llegar hasta allí no necesitaban para nada la alegría de la luz y de las perspectivas del paisaje. En la parte alta, como habíamos visto desde abajo, había hileras de ventanas de corte medieval, pero en los otros lugares de la torre sólo había unas estrechas aspilleras como es habitual en las fortificaciones medievales. Unas cuantas de aquellas aspilleras iluminaban débilmente la cámara, aunque estaban situadas a tanta altura que desde ninguna parte podía ser visto el cielo a través del espesor de las paredes. Apoyadas en desorden contra los muros, se veían unas cuantas espadas «cortacabezas», unas armas enormes, provistas de doble empuñadura y de una hoja muy ancha y muy afilada. También podían verse varios tajos en los cuales habían reposado los cuellos de las víctimas, llenos de profundas muescas en los lugares donde el acero había mordido la madera después de haber hendido la carne. Alrededor de la estancia, caprichosamente situados, se veían numerosos instrumentos de tortura, un espectáculo que helaba el corazón: sillas llenas de pinchos que producían un dolor inmediato e insoportable; sillas y reclinatorios llenos de nudos que producían un dolor aparentemente menos intenso, pero que, aunque más lento, eran igualmente eficaces; potros, cinturones, botas, guantes, colleras, para comprimir a voluntad; cestos de acero en los cuales la cabeza podía ser estrujada hasta convertirla en pulpa, en caso necesario; y otros numerosos artilugios inventados por el hombre para torturar a otros hombres. Amelia palideció intensamente a la vista de aquellos horribles instrumentos, aunque por fortuna no se desmayó, ya que cuando estaba a punto de hacerlo se sentó a descansar en una de las sillas de tortura: al darse cuenta del lugar en el cual se había sentado se levantó de un salto, perdidas todas las ganas de desmayarse. Amelia y yo aseguramos que la impresión se había producido a causa de las manchas que el polvo de la silla había dejado en su vestido, y a los pinchazos de sus agudas aristas, y el señor Hutcheson aceptó la explicación con una bondadosa sonrisa.

Pero el objeto central en el conjunto de aquella cámara de horrores era el artilugio conocido por el nombre de Virgen de Hierro, el cual se erguía en el centro de la estancia. Era una figura de mujer toscamente labrada, de tipo acampanado, o, para mejor comparación, parecida a la mujer de Noé dentro del Arca, aunque sin la delgadez de talle y la perfecta rondeur de cadera que caracterizan el tipo estético de la familia de Noé. Difícilmente se hubiera podido identificar a aquel artilugio con una figura humana, de no haber sido por el capricho del fundidor, que moldeó la parte superior dándole una vaga semejanza con un rostro de mujer. Estaba llena de herrumbre y cubierta de polvo; en la parte delantera, en el lugar que hubiera correspondido a la cintura, había una anilla de la cual podía tirarse por medio de una cuerda que llevaba atada y que pasaba por una polea sujeta a la columna de madera que sostenía el techo. El guardián tiró de la cuerda para mostrarnos que una parte frontal de la figura estaba articulada como una puerta que se abría a un lado; entonces vimos que el artilugio tenía un considerable espesor, y que en su interior quedaba el espacio justo para un hombre, puesto en pie. La puerta era del mismo espesor y de un peso enorme, ya que el guardián tuvo que utilizar toda su fuerza, a pesar de la ayuda de la polea, para abrirla. Este peso era debido, en parte, al hecho que estaba destinada a cerrarse por sí misma cuando se soltaba la cuerda. Al fijarnos en la parte interior de la puerta, pudimos darnos cuenta del siniestro objetivo de aquella diabólica invención. Allí había varios pinchos, largos y macizos, anchos en la base y afilados en las puntas, colocados en tal posición que, al cerrarse la puerta, los situados en la parte superior atravesaran los ojos de la víctima, y los de la parte inferior su corazón y sus entrañas. El espectáculo fue demasiado para la pobre Amelia, que esta vez se desmayó de veras, y tuve que sacarla de la cámara y sentarla en un banco hasta que recobró el sentido. Lo profundo de la impresión que sufrió quedó demostrado más tarde por el hecho que mi hijo mayor nació con un enorme lunar en el pecho, el cual es conocido en mi familia con el nombre de «La Virgen de Nuremberg».

Cuando regresamos a la cámara, encontramos Hutcheson enfrente de la Virgen de Hierro; no se había movido de allí, y era evidente que había estado filosofando, ya que al vernos se apresuró a ofrecernos el resultado de sus meditaciones, en forma de una especie de exordio.

—Bueno, creo que he aprendido algo aquí, mientras la señora ha estado fuera, recobrándose de su desmayo. En ciertos aspectos, estamos muy atrasados en nuestro lado del gran charco. Allá en mi tierra creemos que los indios se las saben todas en materia de hacer que un hombre se sienta incómodo; pero ahora estoy convencido que nuestros antiguos gobernantes medievales nos superaban con creces. Splinters, por ejemplo, era un maestro imaginando torturas; pero esta jovencita que tenemos aquí le hubiera hecho avergonzarse de su ignorancia. Sería muy provechoso que nuestro Departamento de Asuntos Indios instalara unos cuantos aparatos de esos en los alrededores de las Reservas, para que aquellos salvajes, y sus mujeres también, se diesen cuenta de cómo los habría tratado la antigua civilización, en el mejor de los casos. Creo que voy a meterme en esa caja unos instantes, sólo para ver qué efecto produce...

—¡Oh, no! ¡No! —exclamó Amelia—. ¡Es demasiado terrible!

—Mire, señora, no hay nada demasiado terrible para la mente investigadora. En mis buenos tiempos estuve en algunos lugares que usted llamaría terribles. Pasé una noche en el interior de un cementerio de Montana, mientras la pradera ardía a mi alrededor..., y en otra ocasión dormí dentro de un ataúd para escapar de los comanches, que estaban en el sendero de la guerra y ansiaban hacerse con mi cabellera. He pasado dos días en un túnel excavado en la mina de oro de Billy Broncho, en Nuevo México, y fui uno de los cuatro hombres que permanecieron enterrados vivos por espacio de dieciocho horas, cuando se desplomó el puente que estábamos construyendo en Buffalo. Nunca he rehuido una experiencia nueva, y no voy a empezar a hacerlo ahora...

Vimos que estaba dispuesto a seguir adelante con su idea, de modo que le dije:

—Bueno, dese prisa, viejo, y salga cuanto antes.

—De acuerdo, general —me respondió—. Pero no creo que debamos obrar con tanta precipitación. Los caballeros, predecesores míos, que entraron en esa lata, no lo hicieron voluntariamente, ni mucho menos. Y supongo que armarían un poco de gresca antes de dejarse meter en ella. Yo deseo entrar como Dios manda, e instalarme cómodamente. Tal vez el viejo galeote pueda traer una cuerda y atarme, para que la sensación sea más real...

Al viejo galeote no debió parecerle demasiado sensata la petición de Hutcheson, puesto que, por toda respuesta a su petición para que lo atara, se limitó a sacudir negativamente la cabeza. Sospecho, sin embargo, que su protesta fue puramente formal y estaba encaminada a obtener un ingreso suplementario, ya que cuando el norteamericano le hubo puesto en la mano una moneda de oro, desapareció unos instantes para regresar con una delgada cuerda. Inmediatamente procedió a atar a nuestro compañero, con la suficiente tirantez para el objetivo perseguido. Cuando la parte superior de su cuerpo estuvo atada, Hutcheson dijo:

—Espere un momento, juez. Creo que soy demasiado pesado para que pueda meterme usted en la lata. Entraré por mi propio pie, y luego puede atarme usted las piernas.

Mientras hablaba, se había metido de espaldas en la abertura, la cual era tan angosta que no le permitía ningún movimiento. Amelia contemplaba todo aquello con los ojos llenos de temor, pero no se atrevió a decir nada. Luego, el guardián completó su tarea atando los pies del norteamericano, de modo que nuestro compañero quedó absolutamente indefenso e inmóvil en su voluntaria cárcel.

Al parecer, lo estaba pasando en grande, a juzgar por sus palabras:

—¡Creo que a esta Eva la hicieron de la costilla de un enano! Aquí no hay espacio suficiente para un ciudadano adulto de los Estados Unidos. En Idaho solemos hacer más espaciosos nuestros ataúdes. Ahora, juez va usted a cerrar lentamente la puerta. Con todo cuidado, ¿eh? Quiero sentir el placer que experimentaron los caballeros que fueron huéspedes de este aparato, al ver que los pinchos empezaban a avanzar hacia sus ojos...

—¡Oh, no! ¡No! ¡No! —gritó Amelia, histéricamente—. ¡Es demasiado terrible! ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo! ¡No puedo!

Pero el norteamericano era un hombre obstinado.

—Oiga, coronel —dijo—, ¿por qué no se lleva a la señora a dar un paseo? No quisiera herir sus sentimientos por nada del mundo; pero ahora que estoy aquí, después de haber recorrido trece mil kilómetros, me desagradaría mucho tener que renunciar a esta aleccionadora experiencia. Un hombre no puede sentirse como un artículo enlatado siempre que quiere... El juez y yo nos ocuparemos de esto, y luego pueden regresar ustedes y nos reiremos juntos.

Una vez más, la curiosidad le pudo al temor, y Amelia se quedó, fuertemente agarrada a mi brazo y estremeciéndose, mientras el guardián empezaba a soltar lentamente, pulgada a pulgada, la cuerda que sostenía la puerta de hierro. El rostro de Hutcheson estaba positivamente radiante mientras sus ojos seguían el lento avance.

—Bueno —dijo—, no la he gozado tanto desde que salí de Nueva York. Aparte de una pelea con un marinero francés en Wapping —y una pelea de tres al cuarto, por cierto—, no había tenido aún ocasión de divertirme de veras en este aburrido continente, donde no hay osos, ni indios, ni siquiera caballos. ¡Despacio, juez! ¡No se apresure! Quiero disfrutar el dinero que he pagado por el juego...

El guardián debía tener en sus venas algo de la sangre de sus predecesores en aquella siniestra torre, ya que iba soltando la cuerda con una deliberada y estremecedora lentitud, la cual, al cabo de cinco minutos, en cuyo espacio de tiempo la puerta había avanzado solamente unas pulgadas, empezó a agotar la resistencia de Amelia. Vi que sus labios palidecían, y noté que la presión de su mano en mi brazo se hacía más débil. Dirigí una mirada a mi alrededor en busca de un lugar donde hacerla reposar, y cuando la miré de nuevo a ella vi que sus ojos estaban clavados con una fijeza obsesionante en algo que estaba al lado de la Virgen. Siguiendo su dirección, vi a la gata negra agazapada y fuera de la vista de Hutcheson y del guardián. Sus ojos verdes brillaban como carbunclos en la penumbra del lugar, y su color quedaba intensificado por la sangre que todavía manchaba su pecho y enrojecía su boca. Grité:

—¡La gata! ¡Ahí está la gata!

Pero mi advertencia no impidió que el animal diera un salto, situándose delante del artilugio de hierro. En aquel momento su aspecto era el de un demonio victorioso. Sus ojos brillaban con ferocidad, su pelo estaba erizado hasta el punto de hacerla aparecer de un tamaño doble del que en realidad tenía, y su cola azotaba el aire como la de un tigre cuando se dispone a luchar.

Elías P. Hutcheson acogió la llegada de la gata como un nuevo motivo de diversión, y sus ojos centellearon, divertidos, mientras decía:

—¡Vaya con la gata! Eres tozuda, ¿eh? No la dejen acercarse a mí, pues indefenso como estoy podría sacarme los ojos... ¡Cuidado, juez! No suelte usted la cuerda o va a ensartarme.

En aquel momento, Amelia acabó de desmayarse, y tuve que sostenerla, tomándola por la cintura, para evitar que cayese al suelo. Mientras la atendía, vi que la gata se agazapaba para saltar, y me precipité hacia ella para tratar de impedirlo.

Pero el animal fue más rápido que yo. Profiriendo un diabólico maullido, saltó, no hacia Hutcheson, como todos esperábamos, sino a la cara del guardián. Sus garras, extendidas como las del dragón de los dibujos chinos, se clavaron en el rostro del pobre viejo, y en su descenso señalaron la mejilla con una franja roja por la que parecía fluir toda la sangre de su cuerpo.

Con un aullido de terror, el guardián saltó hacia atrás, soltando la cuerda que sostenía la puerta de hierro. Di un salto hacia ella, pero era demasiado tarde, ya que el enorme peso de la puerta la arrastró antes que mi intervención pudiera resultar eficaz.

Antes que la puerta terminara de cerrarse, vi como en un relámpago el rostro de nuestro pobre compañero. Parecía helado de terror. Sus ojos tenían una expresión de indescriptible angustia, y ningún sonido salió de sus labios.

Afortunadamente, el final debió ser rápido, ya que cuando conseguimos abrir la puerta vimos que los pinchos habían penetrado tan profundamente que además de los ojos le habían traspasado el cerebro. La muerte tuvo que ser instantánea. Recibí tal impresión, que no fui capaz de hacer el menor movimiento cuando el cadáver de nuestro infortunado compañero salió proyectado hacia adelante, atado como estaba, y cayó pesadamente al suelo, donde quedó boca arriba.

Entonces me acordé de mi esposa y corrí hacia ella para sacarla de aquel lugar, ya que no deseaba que al recobrarse de su desmayo se encontrara ante un cuadro tan dantesco. Ya afuera, la acomodé en un banco y regresé a la horrible cámara. El guardián, apoyado en la columna de madera, sollozaba de dolor mientras se aplicaba a los ojos un enrojecido pañuelo. Y, sentada sobre la cabeza del pobre norteamericano, la gata maullaba sordamente mientras la sangre fluía a través de las vacías cuencas de los ojos del muerto.

Creo que nadie me echará en cara lo que hice a continuación: tomé una de las antiguas espadas «cortacabezas» y partí en dos a la gata sobre la misma cabeza de Elías P. Hutcheson.

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